IX CONCURSO DE CUENTO CORTO BABEL

MENCIÓN ESPECIAL

EL IVUNCHE
de Norberto Zuretti

Ciudad Autónoma de Buenos Aires


—Al tercer amanecer, antes de que aparezca el sol, tu amado Ay-sen abrirá los ojos, y estará otra vez contigo. Entonces, vendremos a buscar al niño.


Pilmayken no pudo quitarse de la cabeza estas frases durante tres días, tres interminables días en los que no sabía si estaba velando o resucitando a su hombre, sintiéndolo cruzar el río de las lágrimas escoltado por una ballena, aunque en el fondo de su corazón deseaba que él estuviera remando en contra de la corriente. Y esa última noche, se le repetían aquellas palabras en su mismo tono sentencioso mientras alimentaba las brasas debajo del caldero colgado de un trípode, ése que años atrás confeccionara Ay-sen con oscuras ramas de quila. La ruka estaba inundada del humo espeso proveniente de la mezcla barrosa que le dieran los brujos de la montaña. Invadía el recinto un olor ácido y penetrante, casi irrespirable, que se potenciaba con el titilante dorado de las llamas. Pilmayken no era capaz de pensar, nada más se aferraba a las palabras y se dirigía como un títere a revolver el caldo, incorporar ingredientes si se evaporaba demasiado, abrirá los ojos, pasar el barro a una fuente más pequeña, estará otra vez contigo, embadurnar el cuerpo inerte desde la cabeza hacia los pies, vendremos a buscar al niño. Después, se sentaba pacientemente a esperar, amamantar al bebé, los ojos, una hora esperar, contigo, y volver a repetir el ritual, al niño. Mientras, afuera el cercano mar tampoco podía dormir, nada más golpetear contra los escarpes para apaciguar su negra furia salada y reincidente. Ella no dejaba de vigilar el fogón, de nada serviría todo lo que estaba haciendo, si el preparado dejara de hervir. Ay-sen continuaba rígido sobre un lecho de estiércol de guanaco, tal como le habían indicado los brujos de la montaña, el cuerpo entero cubierto del barro que ella renovaba de a ratos, y que iba extrayendo del caldero con el tosco cucharón de madera. El bebé dormía en silencio en un rincón de la casucha, envuelto en la matra que ella misma tejiera durante su primer y reciente embarazo.


Cabeceaba Pilmayken cuando ladraron los perros. Como buena huilliche, no sintió miedo, todavía llevaba en su sangre la fuerza de los ancestros para sobrevivir en ese valle, pero tampoco fue capaz de reconocer en ese seco sonido, un ligero acceso de tos. Tan pronto callaron los animales ella supo de quién se trataba, imponían respeto hasta a los muertos. Mientras pensaba que era su pequeño Wenulef quien empezara a toser, descubrió los estremecimientos en los pies del marido. Y enseguida el breve temblor de las manos, y los hombros, las piernas. Hasta que sacudió la cabeza, y abrió los ojos, y siguió tosiendo.


No tardó Pilmayken en salir, con su Wenulef envuelto en la colorida colcha que le tejiera. Ahí nomás, donde los arrayanes, los pangue y los avellanos le dan comienzo al espeso bosque, los dos brujos la estaban esperando, envueltos en sus largas túnicas, blandiendo pulidos bastones de roble.


Sobre los picos más elevados de la cordillera, amenazaba el sol con una palidez difusa y cálida que iba aumentando. Desde el océano llegaba un viento helado que silbaba entre las hojas de los árboles. Pero ni las montañas ni el océano ni el viento conocían el precio que debía pagar Pilmayken por recuperar a su amado.


Los dos brujos llegan a la caverna cerca del mediodía. Milagrosamente, el niño aún duerme. Ñancupel, el más alto y con el cuello encorvado, deposita al crío desnudo sobre una piedra plana, en medio de un círculo de antorchas y lámparas de aceite. Pillancar, cuya apariencia tan anodina no permite reconocerlo ni como hombre ni como mujer, agrega troncos al fuego, y acomoda un caldero de barro sobre las brasas, luego, en un rincón de la cueva busca hasta encontrar una piedra con forma de cuchilla, muy fina y muy afilada, y la introduce entre los carbones encendidos.


El berrido de Wenulef quiebra el helado silencio. Ñancupel lo alza y le obliga a beber un brebaje oscuro, espeso, que parece sangre. El niño patalea y lo escupe y lo rechaza, pero Ñancupel le tapa la nariz y le obliga a tragarlo. Al rato, se duerme. Entonces, los dos brujos comienzan a lavarlo con el mismo brebaje, hasta dejarlo otra vez sobre la roca, totalmente embarrado en una crema rojiza. Mientras Ñancupel lo sostiene y le abre la boca, Pillancar trae la roca afilada, le estiran la lengua hacia afuera y le provocan un corte que la transforma en una lengua bífida, como la de las serpientes. Wenulef apenas se retuerce, aturdido por el menjunje que le obligaran a beber. Tampoco despierta cuando le parten la pierna a golpes de piedras, y se la giran contra la espalda, atándosela con tientos de cuero.


Más tarde lo lavan, le aplastan una pequeña lagartija en medio de la frente, y se la atan con una lonja de piel de víbora teñida de rojo, como si se tratara de una vincha, que además le estira la cabeza hacia atrás, lo que le será útil cuando crezca ya que al caminar agachado deberá ubicar su cabeza en esa posición. Después le embadurnan la espalda con el preparado que le hará crecer gruesos y largos pelos para protegerlo de los fríos de la montaña. Al lado de su improvisada cuna, en un mullido y espeso lecho de guano de murciélago, se encuentran las jarras con leche de gata, con que comenzarán a alimentarlo en cuanto despierte. Ya cuando le crezcan los dientes, le tocará probar la carne de cabrito y, más adelante, la carne humana.


Los dos brujos lo observan. Están contentos, el chico resultó fuerte, respondió bien al ritual, va a aprender rápido. Están orgullosos, llegará a ser un buen guardián, y podrán reemplazar al anterior, que ya tiene sus años, demasiadas mañas, y ahí en el fondo de la cueva titilan sus ojitos siniestros. Ñancupel le arroja una piedra. Los ojitos desaparecen.


Nunca sueña Pilmayken. O acaso ella no recuerda sus sueños, y entonces está segura de que no sueña. Pero ahora, este real y distinguible batir de alas de algún ave de gran tamaño que ronda el techado junto a esa especie de lamento de animal herido o llanto de mujer, no puede ser —a estas altas horas de la noche — otra cosa que un sueño. Hace un rato se ha ido Ay-sen a embarcarse para la jornada de pesca, aún falta para el amanecer. La Voladora, piensa enseguida Pilmayken, y ahora hasta le parece oír burlonas e histéricas carcajadas que ratifican sus presentimientos. Abre los ojos a una impiadosa oscuridad y, por un lado respira aliviada, no está soñando; pero por el otro, se asusta ante el batir de alas que aún se eleva sobre el persistente suspirar del Pacifico. Tal vez ella no debería haber dejado la fuente con el curanto que comieran la noche anterior, sobre el tronco caído de un arrayán. Quizás eso enojó a los brujos y entonces ahora le envían a la Voladora con su duam y quién sabe qué castigo. Ya se acostumbran sus ojos y las tinieblas se van despejando. Comprueba que su bebito duerme, y sale de la choza envuelta en un grueso camperón de lana. Como siempre, llovizna, un viento cortante sopla desde el mar, apenas se distingue el horizonte. Descubre un objeto apoyado sobre una pila de redes de pesca, que casi está desapareciendo absorbida por una profusión de helechos y musgos. Se acerca, no puede creerlo, tanto duda que hasta se resiste a acercarse un poco más. Y se le sacude todo el cuerpo cuando se atreve. Abraza la manta descolorida, sabe que es la misma, la que se fuera con el otro Wenulef casi siete años atrás. Conoce el significado de este vuelo nocturno y, de repente, se espanta. Da tres rápidas zancadas con toda la angustia arrollada en su garganta, y ya está dentro de la choza, huele el aroma dulce que proviene del fogón. Toma la antorcha, la acerca a las brasas para encenderla, y llega hasta la caja cubierta por el cuero de vicuña. Su nuevo Wenulef tiene los ojitos abiertos y de una sonrisa enorme le sobresalen las encías brillantes y una lengua juguetona. Lo recoge y lo alza, cobijándolo con la misma matra que acabaran de devolverle, y lo acomoda contra el pecho descubierto, donde el crío inmediatamente se prende al pezón y comienza a mamar. Entonces, vuelve a salir de la ruka, muy despacio ahora con su carga tan especial, y mira hacia el cielo, agradeciendo. La Voladora no le ha traído un mensaje de muerte. Una claridad ligeramente dorada está tiñendo las alturas de la Cordillera del Piuchén. Con el bebé aplastado al pecho, se dirige hacia el inicio del bosque donde, por primera vez la noche anterior, dejara el plato con la comida. Tal como supuso entonces, la escudilla ahora se encuentra vacía, totalmente limpia. Ella sabe que él le ha pasado la lengua después de acabar todos los picorocos, las cholgas, chapaleles y milcaos. Se agacha, y la creciente claridad le permite distinguir —una vez más, como en los últimos días— en la tierra húmeda, las extrañas huellas de tres patitas que rondaron la comida.

Del autor: "...en el camino obtuve premios en varios concursos, integré alguna antología y un par de revistas incorporaron relatos míos y notas periodísticas en sus publicaciones. Además, tengo terminada una novela que está a la espera de ser editada, seguramente, el año entrante".

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