CLUB DE LECTURA

La aventura comienza cuando el lector llega
 y lo recibimos con los libros abiertos... mate y factura. 

Este mes leemos y comentamos a SAMANTHA SHWEBLIN, argentina, nacida en Buenos Aires en 1978. Premio Casa de las Américas, Juan Rulfo, Fondo Nacional de las Artes, Haroldo Conti y...más.


Para acercarse al horror, no es necesario ver sangre, ni muertos, ni zombis, basta con que la escritora apunte a tus propios miedos... A estas conclusiones llegamos en el último encuentro.


Ubicados los personajes en escenarios que todos conocemos: una estación de tren, un boliche, una juguetería, un baño al costado de la ruta, una casa alquilada para pasar el verano... y enfrentados   esos personajes a situaciones cotidianas...  de pronto, en la trama, se abre una brecha y la realidad que esperamos que se nos cuente, aquella a la que estamos cómodamente habituados, cambia de matiz imperceptiblemente, algo nos perturba... algo se distorsiona... Y, sin embargo, muchos de los cuentos ni siquiera son "fantásticos".

Al ritmo de los diálogos que, por momentos recuerdan un guión cinematográfico, y con un estilo preciso y ágil, recorremos el universo de cada cuento. En ese universo la trama se abre camino, sin concesiones, hasta llegar a nuestros propios miedos y hacer que los miremos de frente, que los reconozcamos. Y es entonces, cuando sentimos el escalofrio.

 ¿Hay misterio? Sí. El misterio que encierra el mundo de cada cada uno de nosotros y que originó las diferentes las interpretaciones ante una misma historia.



Un fragmento del cuento PERDIENDO VELOCIDAD

"... Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.

—¿Qué pasa? —le pregunté.
Tardó en sacar la vista de los huevos.
—Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.
—No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.
—¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.
Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas terciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría —el público atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.
Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
—Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo..."







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