SALA DE ESCRITURA
VIII Concurso de Cuento Corto Babel
Un cuento ganador por semana.
Hoy publicamos LA SIESTA que recibió el 3º Premio y su autora es la escritora Liliana Savoia, de Rosario, Pcia. de Santa Fe.
blogs.murcia.es/santdo/files/2008
LA SIESTA
1- ERNESTA
Esa tarde el sol bajaba perezoso, enredando su luz entre las ramas perfumadas del barrio Los Paraísos. Sobre sus calles polvorientas, surcadas por dos enormes zanjas, dormía la pereza del verano.
Hacia el final de la calle, las sombras iban acomodándose prisioneras de los troncos y ni un solo vendedor ambulante quebraba el silencio sepulcral de la siesta. El último había pasado alrededor de las dos de la tarde, con su canasta repleta de arrope, cocido a fuego lento.
Imaginé el suave dulzor disolviéndose en las bocas de las niñas, pero no me atreví a llamarlo. A esa altura del mes sólo gastábamos para lo imprescindible.
Jacinta estaba sentada detrás de la puerta entreabierta de la casa. Esperaba. Sabía que estaba en falta, que las niñas debían dormir en esas horas, “las horas sagradas”. Su madre, su abuela y yo le habíamos contado el porqué debía permanecer en la cama. Eran las horas del destino, las horas donde nadie escucha el
llanto pidiendo auxilio. Pero a ella eso ya no la ataba a las sabanas. Estaba sentada detrás de la puerta entreabierta junto a Rosita, la menor de mis sobrinas
La pequeña, unos metros detrás de ella, intentaba disuadirla, pero Jacinta estaba decidida a esperar, sentía que esa tarde era la indicada para develar sus preguntas.
La curiosidad primaba sobre sus miedos. El reloj señalaba un cuarto para las tres. Yo no podía detener lo que el destino tenía programado. Así había sido en mi niñez, veía en Jacinta a la niña que un día fui, la misma que detrás de una puerta
había desafiada las horas sagradas impregnando su retina de imágenes que jamás olvidaría.
Sus ojos negros y redondos parecían saltar de su cara perdiéndose inquietos en la polvareda del horizonte. Rosita abandonó el zaguán para correr hacia la habitación. A pesar del calor asfixiante cubrió su rostro con la almohada.
El sol se escurría por la puerta entreabierta El reloj dio las tres y Jacinta asomó la cabeza por el espacio formado entre el marco y la puerta, alargando su cuerpo. La vi estremecerse y una oleada de temor me invadió.Vibrantes en la lejanía caminaban sin pausa. Eran varios. Sus cuerpos delgados y tambaleantes parecían llevar a cuesta algo que sus ojos no distinguían. Yo sabía muy bien de que se trataba.
Al cabo de unos minutos pasaron por la puerta de la casa y Jacinta, inmóvil, dejó caer su boca en una mueca extraña. Era la procesión de los muertos que a la hora de la siesta los restos de otros cargaban sobre los hombros.
Caminaban envueltos en la niebla de las lágrimas y el polvo de los siglos. Lo hacían dirigidos por una silueta casi transparente. Rogué que mi sobrina no la mirara a los ojos, de ser así la historia se repetiría.
II- CELIA
El viento soplaba seco y sucio en Los paraísos --” trae la carga de polvo desde el sur y superará largamente los 60 kilómetros por hora” – había dicho mi madre antes de irse a la cama. En la mañana nos habían vacunado contra la polio Aún así todavía llevábamos colgados los escapularios con el alcanfor.
El calor nos enfundaba en una lánguida llama que anestesiaba nuestros cuerpos. Algo en el aire, en la calle, en la casa, presagiaba que se rompería la rutina de la siesta.
Mamá y la abuela Asunta dormían en la habitación cerca del baño. La tía, Rosa lo hacía en el fondo, cruzando el patio, en el cuarto más ventilado de la casa. En la cornisa desbordaban malvones de color lavanda.
Teresita y yo jugábamos en el más respetuoso silencio cuando comenzó a levantarse la tormenta. El viento batió las puertas y el rugir de los truenos hizo vibrar los vidrios de las ventanas.
Corrimos por el pasillo hacia el comedor, teníamos que cumplir con las obligaciones de mujeres de la casa, así como lo habían hecho anteriormente la abuela de la abuela de mi abuela y ella le pasó la obligación a su hija y mi madre a mí y a mi hermana Teresa.
Debíamos cubrir los espejos. Todos, absolutamente todos.
Las instrucciones eran fáciles pero no debíamos equivocarnos, porque si no, los espíritus que traen los rayos se alojarían para siempre en ellos y los harían su nueva casa.
Sabíamos donde estaban las mantas. Por siempre, por años, esperando cada tormenta para cumplir con su guarda. El tiempo pasó en unos segundos. Los truenos anunciaban las luces que cruzarían el cielo. Éramos las únicas levantadas, así que la tarea estaba en nuestras manos .Aún con semejante responsabilidad nos quedamos inmovilizadas. El cielo se tornó púrpura y la luna apareció cuando el reloj marcaba la tres de la tarde en la pared del zaguán, despertando las arañas
La tierra pareció balancearse entre el vaivén de un grotesco baile. No pudimos correr ni caminar, ni siquiera de dar unas pisadas. Las mantas cayeron de nuestras manos cuando vimos aparecer estrellas que estallaba en el suelo. No
sabíamos si ellas habían traído algún ánima para refugiarse en los centenarios espejos adormecidos por el calor y la confusión de aquella tarde extraña.
La tormenta pasó, ni Teresita ni yo hablamos de lo que vimos, ambas guardamos el secreto sin decir palabra.
Mi tía se levantó. Después lo hicieron mi abuela y mi mamá Jacinta, quien apareció en la cocina. Tenía la cara sudorosa, como asustada.
Respondimos con un si rotundo cuando nos preguntaron si habíamos cumplido con nuestras obligaciones. Suspiraron tranquilas. Mamá se arreglo el delantal y se dispuso a realizar sus quehaceres en la mesada. Nosotras, desde entonces, no nos miramos en los espejos de la casa.
III- CLARA
Ese verano en “Paraísos” fue el más cálido que recuerdo. Mamá estaba muy enferma, por lo que las tías y mi abuela corrían de aquí para allá para atenderla. Después del almuerzo sólo con las miradas nos dimos por entendidas que no debíamos molestar y aunque ya se habían resignado a sus esfuerzos de mantenernos en la cama, quedaba muy claro que jugaríamos sin hacer alboroto en “las horas sagradas”.
Recuerdo que esa tarde nos disponíamos a jugar lo más silenciosas en” la compu” cuando escuchamos voces desde el otro lado de la casa. Inmediatamente nos pegamos a la ventana.
--Se ahorcó el “tachero”—decía angustiada doña Paulina—todavía está allí. Esperan a que venga la ambulancia
Inmediatamente tomé a mi hermana de la mano y salimos a la calle juntándonos con el gentío que se dirigía a la casa de Don Julián para verlo. Apenas llegamos nos hicimos lugar entre la gente y para nuestro pesar quedamos en primer plano de una escena que arrastraríamos en nuestras mentes por el resto de nuestras vidas. Pendiente de una cuerda mugrosa un hombre que, para nuestra edad se nos antojaba viejo, colgaba del tirante
Un cuerpo vestido humildemente con el rostro azulado y desfigurado por la muerte. Quedé lívida, hipnotizada, frente a ese cuadro macabro. Un grito me sacó del estupor, era una vecina que me llamaba para decirme que mi hermana impresionada por la escena había salido corriendo sola. Salí inmediatamente sintiendo la irresponsabilidad que había cometido y rogando que no le pasara nada. La encontré a la vuelta de la esquina, pálida. Le di la mano y volvimos muy despacio a casa.
Sentadas en el umbral un grillo atravesó mis zapatos y como estaba furiosa lo maté con una rama.
No se cómo, pero mi tía Asunta se enteró de nuestras andanzas. Creo que estaba más enojada con el pobre hombre que con nosotras y sentenció con su voz ronca:
--El purgatorio será ahora el hogar de ese infeliz y lo acompañaran los gritos de millones de almas que no han merecido el cielo.
Angela y yo, sin decir palabra nos miramos a los ojos pensando en lo que nos había contado mamá esa mañana. Sentada en la cama, apoyada en los almohadones
que tejió la abuela nos había a contado que en cada grito de los grillos crepita un alma del purgatorio para ser escuchada y perdonada.
Nosotras habíamos aplastado a uno en el umbral de la casa ¿y si ese era el que encarnaba a don Julián? Ya nunca tendría la posibilidad de purgar sus pecados y subir al cielo. En las mejillas de mi hermana las lágrimas dejaron huella nacaradas. Yo, me erguí frente a mi tía y prometí no desobedecer nunca más las órdenes que nos dieran. Aunque poco duró la promesa.
Tomé a mi hermana de la mano y casi la arrastré hasta la puerta de entrada. Allí había otros grillos. Así que decidí que iríamos a buscar a Don Julián.
Para nuestra sorpresa uno corría veloz por la calle asfaltada. ¿ y si ese era el que buscábamos. Las dos cruzamos y vimos otros grillos que cantaban introduciéndose justo en la casa que nos estaba vedada. Siempre los habíamos visto de noche, debajo de piedras y troncos del jardín , nunca tantos juntos, y menos en las horas sagradas. Cuando trepamos el grueso tapial tapizado por enredaderas, nuestra niñez no dio lugar a reflexionar dónde nos adentrábamos
Recorrimos desde la primera habitación hasta la última, pasando por el baño. Contaba con unos cuarenta largos y misteriosos metros. La pesada construcción de finales del siglo XIX era de madera y concreto. (Uno de esos pocos elefantes blancos que no han sucumbido a las palas mecánicas del progreso). Y allí estaba la casona, poblada de grillos y más grillos que producían sonidos frotando las alas delanteras una contra la otra. Este chirrido era escuchado por otros grillos que acudían pronto al llamado.. Notamos chirridos diferentes y nos dimos cuenta que se iban agrupando en pequeños colonias . Ignoraban nuestra presencia y corrían por toda la casa.
Dejamos de observarlos y nos detuvimos a mirar las puertas y ventanas de roble que estaban desvencijadas, martirizadas, carcomidas por el paso del tiempo y el apetito de los insectos. ¿Estaría allí Don Julián?. Teníamos tiempo, y ganas nos sobraban de averiguarlo, así que nos dirigimos hacia la cocina que estaba plagada de grillos igual que las habitaciones cercanas Buscábamos una pista para dar con el alma del hombre y rescatarlo para el perdón
No tuvimos miedo, aunque mi hermana estaba como asqueada. Le dije al oído que si corría a casa y me delataba se las vería conmigo a la noche, cuando no quería
que la luz se apagara. Creo que eso la hizo entrar en razón y pasamos a una gran sala de altísimos techos donde las arañas pendían de sus telas como trapecistas .
Todo en ella era lúgubre y cada estancia estaba impregnada de un fuerte y rancio olor a encierro, que ofendía nuestro olfato.
En la última habitación se podía adivinar por el cuadrado recortado en el piso de madera, manchado y deslucido, que debajo podía haber un sótano. Los grillos cantaban y en el griterío no podíamos reconocer nada. Como soy de naturaleza curiosa, aproveché la ausencia de mayores y le rogué a Angelita que entráramos. Al abrir la puerta nos encontramos con lo que todo el mundo espera encontrarse en un sótano: muebles antiguos, estanterías llenas de cajas y un baúl polvoriento. Éste llamó nuestra atención, y sin pensar demasiado, lo abrimos.Nos quedamos un poco sorprendida al ver que dentro de él sólo había un libro. Un libro grande y extraño. Creyendo que era una novela de esas que siempre se leen en casa lo abrimos con cuidado y sin que Angelita y yo pudiésemos hacer nada, nos encontramos mirando el sótano desde sus páginas. Sólo un grillo vive con nosotros, es el alma de Don Julián que todavía no ha sido perdonada. Ya nos hemos acostumbrado a vivir en el libro, incluso hemos asimilado nuestra condición. Lo que no soportamos es habernos convertido en los personajes de las horas sagradas
Hacia el final de la calle, las sombras iban acomodándose prisioneras de los troncos y ni un solo vendedor ambulante quebraba el silencio sepulcral de la siesta. El último había pasado alrededor de las dos de la tarde, con su canasta repleta de arrope, cocido a fuego lento.
Imaginé el suave dulzor disolviéndose en las bocas de las niñas, pero no me atreví a llamarlo. A esa altura del mes sólo gastábamos para lo imprescindible.
Jacinta estaba sentada detrás de la puerta entreabierta de la casa. Esperaba. Sabía que estaba en falta, que las niñas debían dormir en esas horas, “las horas sagradas”. Su madre, su abuela y yo le habíamos contado el porqué debía permanecer en la cama. Eran las horas del destino, las horas donde nadie escucha el
llanto pidiendo auxilio. Pero a ella eso ya no la ataba a las sabanas. Estaba sentada detrás de la puerta entreabierta junto a Rosita, la menor de mis sobrinas
La pequeña, unos metros detrás de ella, intentaba disuadirla, pero Jacinta estaba decidida a esperar, sentía que esa tarde era la indicada para develar sus preguntas.
La curiosidad primaba sobre sus miedos. El reloj señalaba un cuarto para las tres. Yo no podía detener lo que el destino tenía programado. Así había sido en mi niñez, veía en Jacinta a la niña que un día fui, la misma que detrás de una puerta
había desafiada las horas sagradas impregnando su retina de imágenes que jamás olvidaría.
Sus ojos negros y redondos parecían saltar de su cara perdiéndose inquietos en la polvareda del horizonte. Rosita abandonó el zaguán para correr hacia la habitación. A pesar del calor asfixiante cubrió su rostro con la almohada.
El sol se escurría por la puerta entreabierta El reloj dio las tres y Jacinta asomó la cabeza por el espacio formado entre el marco y la puerta, alargando su cuerpo. La vi estremecerse y una oleada de temor me invadió.Vibrantes en la lejanía caminaban sin pausa. Eran varios. Sus cuerpos delgados y tambaleantes parecían llevar a cuesta algo que sus ojos no distinguían. Yo sabía muy bien de que se trataba.
Al cabo de unos minutos pasaron por la puerta de la casa y Jacinta, inmóvil, dejó caer su boca en una mueca extraña. Era la procesión de los muertos que a la hora de la siesta los restos de otros cargaban sobre los hombros.
Caminaban envueltos en la niebla de las lágrimas y el polvo de los siglos. Lo hacían dirigidos por una silueta casi transparente. Rogué que mi sobrina no la mirara a los ojos, de ser así la historia se repetiría.
II- CELIA
El viento soplaba seco y sucio en Los paraísos --” trae la carga de polvo desde el sur y superará largamente los 60 kilómetros por hora” – había dicho mi madre antes de irse a la cama. En la mañana nos habían vacunado contra la polio Aún así todavía llevábamos colgados los escapularios con el alcanfor.
El calor nos enfundaba en una lánguida llama que anestesiaba nuestros cuerpos. Algo en el aire, en la calle, en la casa, presagiaba que se rompería la rutina de la siesta.
Mamá y la abuela Asunta dormían en la habitación cerca del baño. La tía, Rosa lo hacía en el fondo, cruzando el patio, en el cuarto más ventilado de la casa. En la cornisa desbordaban malvones de color lavanda.
Teresita y yo jugábamos en el más respetuoso silencio cuando comenzó a levantarse la tormenta. El viento batió las puertas y el rugir de los truenos hizo vibrar los vidrios de las ventanas.
Corrimos por el pasillo hacia el comedor, teníamos que cumplir con las obligaciones de mujeres de la casa, así como lo habían hecho anteriormente la abuela de la abuela de mi abuela y ella le pasó la obligación a su hija y mi madre a mí y a mi hermana Teresa.
Debíamos cubrir los espejos. Todos, absolutamente todos.
Las instrucciones eran fáciles pero no debíamos equivocarnos, porque si no, los espíritus que traen los rayos se alojarían para siempre en ellos y los harían su nueva casa.
Sabíamos donde estaban las mantas. Por siempre, por años, esperando cada tormenta para cumplir con su guarda. El tiempo pasó en unos segundos. Los truenos anunciaban las luces que cruzarían el cielo. Éramos las únicas levantadas, así que la tarea estaba en nuestras manos .Aún con semejante responsabilidad nos quedamos inmovilizadas. El cielo se tornó púrpura y la luna apareció cuando el reloj marcaba la tres de la tarde en la pared del zaguán, despertando las arañas
La tierra pareció balancearse entre el vaivén de un grotesco baile. No pudimos correr ni caminar, ni siquiera de dar unas pisadas. Las mantas cayeron de nuestras manos cuando vimos aparecer estrellas que estallaba en el suelo. No
sabíamos si ellas habían traído algún ánima para refugiarse en los centenarios espejos adormecidos por el calor y la confusión de aquella tarde extraña.
La tormenta pasó, ni Teresita ni yo hablamos de lo que vimos, ambas guardamos el secreto sin decir palabra.
Mi tía se levantó. Después lo hicieron mi abuela y mi mamá Jacinta, quien apareció en la cocina. Tenía la cara sudorosa, como asustada.
Respondimos con un si rotundo cuando nos preguntaron si habíamos cumplido con nuestras obligaciones. Suspiraron tranquilas. Mamá se arreglo el delantal y se dispuso a realizar sus quehaceres en la mesada. Nosotras, desde entonces, no nos miramos en los espejos de la casa.
III- CLARA
Ese verano en “Paraísos” fue el más cálido que recuerdo. Mamá estaba muy enferma, por lo que las tías y mi abuela corrían de aquí para allá para atenderla. Después del almuerzo sólo con las miradas nos dimos por entendidas que no debíamos molestar y aunque ya se habían resignado a sus esfuerzos de mantenernos en la cama, quedaba muy claro que jugaríamos sin hacer alboroto en “las horas sagradas”.
Recuerdo que esa tarde nos disponíamos a jugar lo más silenciosas en” la compu” cuando escuchamos voces desde el otro lado de la casa. Inmediatamente nos pegamos a la ventana.
--Se ahorcó el “tachero”—decía angustiada doña Paulina—todavía está allí. Esperan a que venga la ambulancia
Inmediatamente tomé a mi hermana de la mano y salimos a la calle juntándonos con el gentío que se dirigía a la casa de Don Julián para verlo. Apenas llegamos nos hicimos lugar entre la gente y para nuestro pesar quedamos en primer plano de una escena que arrastraríamos en nuestras mentes por el resto de nuestras vidas. Pendiente de una cuerda mugrosa un hombre que, para nuestra edad se nos antojaba viejo, colgaba del tirante
Un cuerpo vestido humildemente con el rostro azulado y desfigurado por la muerte. Quedé lívida, hipnotizada, frente a ese cuadro macabro. Un grito me sacó del estupor, era una vecina que me llamaba para decirme que mi hermana impresionada por la escena había salido corriendo sola. Salí inmediatamente sintiendo la irresponsabilidad que había cometido y rogando que no le pasara nada. La encontré a la vuelta de la esquina, pálida. Le di la mano y volvimos muy despacio a casa.
Sentadas en el umbral un grillo atravesó mis zapatos y como estaba furiosa lo maté con una rama.
No se cómo, pero mi tía Asunta se enteró de nuestras andanzas. Creo que estaba más enojada con el pobre hombre que con nosotras y sentenció con su voz ronca:
--El purgatorio será ahora el hogar de ese infeliz y lo acompañaran los gritos de millones de almas que no han merecido el cielo.
Angela y yo, sin decir palabra nos miramos a los ojos pensando en lo que nos había contado mamá esa mañana. Sentada en la cama, apoyada en los almohadones
que tejió la abuela nos había a contado que en cada grito de los grillos crepita un alma del purgatorio para ser escuchada y perdonada.
Nosotras habíamos aplastado a uno en el umbral de la casa ¿y si ese era el que encarnaba a don Julián? Ya nunca tendría la posibilidad de purgar sus pecados y subir al cielo. En las mejillas de mi hermana las lágrimas dejaron huella nacaradas. Yo, me erguí frente a mi tía y prometí no desobedecer nunca más las órdenes que nos dieran. Aunque poco duró la promesa.
Tomé a mi hermana de la mano y casi la arrastré hasta la puerta de entrada. Allí había otros grillos. Así que decidí que iríamos a buscar a Don Julián.
Para nuestra sorpresa uno corría veloz por la calle asfaltada. ¿ y si ese era el que buscábamos. Las dos cruzamos y vimos otros grillos que cantaban introduciéndose justo en la casa que nos estaba vedada. Siempre los habíamos visto de noche, debajo de piedras y troncos del jardín , nunca tantos juntos, y menos en las horas sagradas. Cuando trepamos el grueso tapial tapizado por enredaderas, nuestra niñez no dio lugar a reflexionar dónde nos adentrábamos
Recorrimos desde la primera habitación hasta la última, pasando por el baño. Contaba con unos cuarenta largos y misteriosos metros. La pesada construcción de finales del siglo XIX era de madera y concreto. (Uno de esos pocos elefantes blancos que no han sucumbido a las palas mecánicas del progreso). Y allí estaba la casona, poblada de grillos y más grillos que producían sonidos frotando las alas delanteras una contra la otra. Este chirrido era escuchado por otros grillos que acudían pronto al llamado.. Notamos chirridos diferentes y nos dimos cuenta que se iban agrupando en pequeños colonias . Ignoraban nuestra presencia y corrían por toda la casa.
Dejamos de observarlos y nos detuvimos a mirar las puertas y ventanas de roble que estaban desvencijadas, martirizadas, carcomidas por el paso del tiempo y el apetito de los insectos. ¿Estaría allí Don Julián?. Teníamos tiempo, y ganas nos sobraban de averiguarlo, así que nos dirigimos hacia la cocina que estaba plagada de grillos igual que las habitaciones cercanas Buscábamos una pista para dar con el alma del hombre y rescatarlo para el perdón
No tuvimos miedo, aunque mi hermana estaba como asqueada. Le dije al oído que si corría a casa y me delataba se las vería conmigo a la noche, cuando no quería
que la luz se apagara. Creo que eso la hizo entrar en razón y pasamos a una gran sala de altísimos techos donde las arañas pendían de sus telas como trapecistas .
Todo en ella era lúgubre y cada estancia estaba impregnada de un fuerte y rancio olor a encierro, que ofendía nuestro olfato.
En la última habitación se podía adivinar por el cuadrado recortado en el piso de madera, manchado y deslucido, que debajo podía haber un sótano. Los grillos cantaban y en el griterío no podíamos reconocer nada. Como soy de naturaleza curiosa, aproveché la ausencia de mayores y le rogué a Angelita que entráramos. Al abrir la puerta nos encontramos con lo que todo el mundo espera encontrarse en un sótano: muebles antiguos, estanterías llenas de cajas y un baúl polvoriento. Éste llamó nuestra atención, y sin pensar demasiado, lo abrimos.Nos quedamos un poco sorprendida al ver que dentro de él sólo había un libro. Un libro grande y extraño. Creyendo que era una novela de esas que siempre se leen en casa lo abrimos con cuidado y sin que Angelita y yo pudiésemos hacer nada, nos encontramos mirando el sótano desde sus páginas. Sólo un grillo vive con nosotros, es el alma de Don Julián que todavía no ha sido perdonada. Ya nos hemos acostumbrado a vivir en el libro, incluso hemos asimilado nuestra condición. Lo que no soportamos es habernos convertido en los personajes de las horas sagradas
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