SALA DE ESCRITURA
VIII Concurso de Cuento Corto Babel
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Haggen se apura a cruzar las habitaciones de la planta alta en penumbras. Va abrigado pero descalzo, no quiere que el eco de sus pasos despierte a todos en el Hotel. Se supone que la gente viaja hasta aquí para curarse los pulmones, no está bien visto que alguien se escape a fumar.
Recién cuando alcanza la base de la escalera se calza los zapatos. Los siente tan fríos como el piso. Preferiría unas buenas botas, pero en su equipaje no hay más que zapatos de fiesta. Se lo merece por haber dejado que su madre preparara los baúles de viaje. ¡Como si a los quince le interesara más el vals que la aventura!
Por curiosidad se desvía al comedor vacío. Su imaginación se deja tentar por ese piso blanco de roble de Eslabonia. Quisiera patinar algunas vueltas entre todo ese lujo, las siluetas tétricas de las mesas con sus manteles pesados, sus arreglos de flores secas. Pero rechaza ese impulso infantil, ya no está para estas cosas, es casi un hombre.
Se agazapa como un gato y camina apretando su sombra contra la pared. En los bolsillos del saco le pesan el habano y el mechero. Le han costado su cigarrera entera con siete Garbáty rubios. Su compañero de cartas lo convenció enseguida de la conveniencia del trueque: un habano es la mejor compañía para una caminata por el bosque.
Se demora un rato en la cocina a oscuras. Teme golpear por accidente algún racimo de cuchillos o ganchos que cuelgan desde el techo. Su única referencia es el rectángulo de la puerta que da al patio trasero.
Afuera lo sorprende el brillo azul de la noche. Aún no subió la Luna, o no puede verla, pero las estrellas iluminan suficiente. Haggen cruza en diagonal rodeando la pequeña fuente del centro. No hay insomnes a la vista.
Salta la cancela de hierro fundido y rastrea el sendero hasta una columnata casual de eucaliptos que anteceden la oscuridad del bosque. En el juego de ramas secas del invierno y brotes de primavera apenas se cuela una mínima huella de luz. Avanza a ciegas hasta el próximo claro de estrellas.
Cuando pierde la silueta blanca del Hotel a sus espaldas decide que es momento de encender el habano. Debería usar fósforos, pero él prefiere los mecheros austriacos. La pequeña llama azul baila sin prisa entre sus dedos y el aroma del tabaco se mezcla con los vapores de la bencina. Da una pitada larga girando el puro, para que encienda parejo.
Haggen contempla ese tizón rojo que deshace hilos de fuego en espiral. El tiempo transcurre distinto en la combustión de hojas liadas a mano, un cataclismo en miniatura. Suelta el encendedor al fondo de su bolsillo y retoma el sendero.
Por un instante se desorienta, siente que camina por el corazón de la Selva Negra. En las sombras, Alemania y estos bosques de Argentina son uno solo. Han pasado ya tres semanas y aún no está seguro del verdadero motivo que lo trajo tan lejos de Berlín. En su cabeza se debaten los tres personajes:
VERA (divertida): Es tan obvio, hermano: ¡Padre y madre quieren que madures de una vez!
MYRNA (en una carta perfumada): Sólo quieren separarnos, amor mío, pero cuando vuelvas habremos de amarnos más aún. Siempre tuya.
PADRE y MADRE (cenando, severos): No lo veas como un hospital. Serán unas vacaciones lejos de la ciudad. Dicen que el aire allí es más puro y podrás recuperarte.
Puede que los tres tengan algo de razón. ¿Si no cómo explicar que en pleno invierno lo alejaran de sus estudios de piano y de la institutriz francesa? Es cierto que había tosido sangre una vez, en el crudo invierno de Berlín, pero no volvió a repetirse. Ni siquiera él se asustó entonces. ¿Cómo alguien de su edad podía enfermarse de muerte? Era ridículo.
Como sea, no puede quejarse, hasta el momento han sido realmente vacaciones, partidas de doppelkoft por la tarde, baños cada mañana, paseos hasta la Villa. Incluso ha hablado algunas veces con una fräulein de Babaria. Sus ojos le recuerdan a Myrna.
Si es cierto que Vera nunca se equivoca, seguramente le han hecho cruzar el Atlántico para que madure, para que vuelva dispuesto al estudio serio y al trabajo en las oficinas de padre. La idea le aprieta tanto como los zapatos de bailar vals.
El rumor de un arroyo se abre paso en los últimos metros del sendero. No lo descubre hasta casi mojarse los pies. Las piedras con moho no brillan y el agua rompe en torbellinos invisibles.
Haggen respira la noche liviana. Así la siente: liviana. Una brisa secreta susurra entre las ramas altas y el fresco es ideal para caminar. En el claro, las figuras del humo destacan más azul que la penumbra.
Decide avanzar un poco más, el habano se consume sereno. Oye el ulular perdido de un búho. La confianza va a durarle mientras no se extinga ese mínimo círculo de fuego, su compañía en las sombras.
El sendero se vuelve cenagoso pendiente arriba. Las suelas lisas lo hacen trastabillar, en el resbalón siente que el encendedor escapa del bolsillo y golpea metálico en alguna parte. Maldice la pérdida y se acomoda la ropa, ya afirmado contra un tronco viejo. Es hora de volver.
El tobillo le late en una contractura, pero no le molesta para caminar y pronto vuelve a encontrar el arroyo. Parado de este lado de la orilla ve que enfrente hay dos senderos. Uno, perpendicular al río, y el otro sesgado, pero más definido contra los arbustos. ¿Por cuál habrá venido?
Toma el sendero oblicuo que acompaña por unos pasos la ribera. En un descuido moja el pie del tobillo lastimado y vuelve a maldecir con el habano apretado entre los dientes. Trata de distraerse, de sonreír, pero sabe que no hace calor para transpirar tanto, que esta agitación que siente no es por el esfuerzo.
En los declives sucesivos va notando que el sendero no puede ser el mismo. Pero ya ha caminado un largo rato, es impensable volver al arroyo y retomar la senda correcta. Después de todo, mientras siga bajando, tarde o temprano llegará al casco del Hotel.
En algún momento el aire se ha vuelto húmedo y le cuesta llenar los pulmones. Un aliento helado se cuela por las mangas del saco y le trepa hasta el pecho. Siente el pie mojado como un lastre de hielo. Casi por instinto busca en el piso de los claros algún indicio de la escarcha, pero el paisaje es indiferente al frío.
Lo dobla un acceso de tos y un gusto metálico le empasta la garganta. Ya no vuelve a pitar lo poco que queda del habano, pero lo lleva erguido en su mano, como un talismán contra la noche.
Más adelante, el sendero vuelve a ascender, la curva es perceptible en el declive suave. El rodeo lo ha llevado a los terrenos bajos del jardín principal. El bosque se abre a una senda más ancha, un camino de carros. Él aprieta el paso por la huella paralela porque no muy lejos distingue la silueta espectral del Hotel.
Pero algo no coincide. Incluso en su mareo, Haggen advierte el pasto reseco, los canteros destruidos. Un poco más allá reconoce la fuente majestuosa con los leones del Imperio al acecho. No corre agua y el monumento ya no es blanco, se ha descascarado y muestra sus entrañas rotas de ladrillos.
Encuentra esos mismos augurios nefastos en la fachada oscurecida del Hotel, las columnas derruidas, la sombra arrasada del salón comedor ya sin lujos ni caireles, la recepción convertida en un esqueleto de alambres marchitos. Sin llegar a la ruina parece un edificio bombardeado o devorado por un fuego blanco. No, un bombardeo no: se lo nota abandonado a la desidia del tiempo.
A Haggen el horror le pesa en los pies, pero algo lo atrae al Hotel, lo impulsa a seguir. Un ángel de yeso lo mira desde un dintel, la penumbra le desfigura la beatitud en una sonrisa decrépita.
Oye voces viniendo de alguna parte, de adentro del Hotel, un murmullo sordo que puja desde el suelo. No escucha si son risas o lamentos, pero sabe que lo llaman.
En la noche liviana, más liviana que nunca, Haggen suelta el habano exhausto. Fascinado extiende su mano abierta y tantea ese nuevo material sutil del muro. Da un paso, dos. Se entrega al torrente rumbo al origen de las voces perdidas en el tiempo, desnudo del lastre de su cuerpo atraviesa el vapor irreal de las paredes.
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El cuento de Luis Cattenazzi recibió una Mención del Jurado. Inspirado en el Eden Hotel, cuando su autor, en 2006, visitó La Falda para recibir un Primer Premio.
Sendero nocturno
Haggen se apura a cruzar las habitaciones de la planta alta en penumbras. Va abrigado pero descalzo, no quiere que el eco de sus pasos despierte a todos en el Hotel. Se supone que la gente viaja hasta aquí para curarse los pulmones, no está bien visto que alguien se escape a fumar.
Recién cuando alcanza la base de la escalera se calza los zapatos. Los siente tan fríos como el piso. Preferiría unas buenas botas, pero en su equipaje no hay más que zapatos de fiesta. Se lo merece por haber dejado que su madre preparara los baúles de viaje. ¡Como si a los quince le interesara más el vals que la aventura!
Por curiosidad se desvía al comedor vacío. Su imaginación se deja tentar por ese piso blanco de roble de Eslabonia. Quisiera patinar algunas vueltas entre todo ese lujo, las siluetas tétricas de las mesas con sus manteles pesados, sus arreglos de flores secas. Pero rechaza ese impulso infantil, ya no está para estas cosas, es casi un hombre.
Se agazapa como un gato y camina apretando su sombra contra la pared. En los bolsillos del saco le pesan el habano y el mechero. Le han costado su cigarrera entera con siete Garbáty rubios. Su compañero de cartas lo convenció enseguida de la conveniencia del trueque: un habano es la mejor compañía para una caminata por el bosque.
Se demora un rato en la cocina a oscuras. Teme golpear por accidente algún racimo de cuchillos o ganchos que cuelgan desde el techo. Su única referencia es el rectángulo de la puerta que da al patio trasero.
Afuera lo sorprende el brillo azul de la noche. Aún no subió la Luna, o no puede verla, pero las estrellas iluminan suficiente. Haggen cruza en diagonal rodeando la pequeña fuente del centro. No hay insomnes a la vista.
Salta la cancela de hierro fundido y rastrea el sendero hasta una columnata casual de eucaliptos que anteceden la oscuridad del bosque. En el juego de ramas secas del invierno y brotes de primavera apenas se cuela una mínima huella de luz. Avanza a ciegas hasta el próximo claro de estrellas.
Cuando pierde la silueta blanca del Hotel a sus espaldas decide que es momento de encender el habano. Debería usar fósforos, pero él prefiere los mecheros austriacos. La pequeña llama azul baila sin prisa entre sus dedos y el aroma del tabaco se mezcla con los vapores de la bencina. Da una pitada larga girando el puro, para que encienda parejo.
Haggen contempla ese tizón rojo que deshace hilos de fuego en espiral. El tiempo transcurre distinto en la combustión de hojas liadas a mano, un cataclismo en miniatura. Suelta el encendedor al fondo de su bolsillo y retoma el sendero.
Por un instante se desorienta, siente que camina por el corazón de la Selva Negra. En las sombras, Alemania y estos bosques de Argentina son uno solo. Han pasado ya tres semanas y aún no está seguro del verdadero motivo que lo trajo tan lejos de Berlín. En su cabeza se debaten los tres personajes:
VERA (divertida): Es tan obvio, hermano: ¡Padre y madre quieren que madures de una vez!
MYRNA (en una carta perfumada): Sólo quieren separarnos, amor mío, pero cuando vuelvas habremos de amarnos más aún. Siempre tuya.
PADRE y MADRE (cenando, severos): No lo veas como un hospital. Serán unas vacaciones lejos de la ciudad. Dicen que el aire allí es más puro y podrás recuperarte.
Puede que los tres tengan algo de razón. ¿Si no cómo explicar que en pleno invierno lo alejaran de sus estudios de piano y de la institutriz francesa? Es cierto que había tosido sangre una vez, en el crudo invierno de Berlín, pero no volvió a repetirse. Ni siquiera él se asustó entonces. ¿Cómo alguien de su edad podía enfermarse de muerte? Era ridículo.
Como sea, no puede quejarse, hasta el momento han sido realmente vacaciones, partidas de doppelkoft por la tarde, baños cada mañana, paseos hasta la Villa. Incluso ha hablado algunas veces con una fräulein de Babaria. Sus ojos le recuerdan a Myrna.
Si es cierto que Vera nunca se equivoca, seguramente le han hecho cruzar el Atlántico para que madure, para que vuelva dispuesto al estudio serio y al trabajo en las oficinas de padre. La idea le aprieta tanto como los zapatos de bailar vals.
El rumor de un arroyo se abre paso en los últimos metros del sendero. No lo descubre hasta casi mojarse los pies. Las piedras con moho no brillan y el agua rompe en torbellinos invisibles.
Haggen respira la noche liviana. Así la siente: liviana. Una brisa secreta susurra entre las ramas altas y el fresco es ideal para caminar. En el claro, las figuras del humo destacan más azul que la penumbra.
Decide avanzar un poco más, el habano se consume sereno. Oye el ulular perdido de un búho. La confianza va a durarle mientras no se extinga ese mínimo círculo de fuego, su compañía en las sombras.
El sendero se vuelve cenagoso pendiente arriba. Las suelas lisas lo hacen trastabillar, en el resbalón siente que el encendedor escapa del bolsillo y golpea metálico en alguna parte. Maldice la pérdida y se acomoda la ropa, ya afirmado contra un tronco viejo. Es hora de volver.
El tobillo le late en una contractura, pero no le molesta para caminar y pronto vuelve a encontrar el arroyo. Parado de este lado de la orilla ve que enfrente hay dos senderos. Uno, perpendicular al río, y el otro sesgado, pero más definido contra los arbustos. ¿Por cuál habrá venido?
Toma el sendero oblicuo que acompaña por unos pasos la ribera. En un descuido moja el pie del tobillo lastimado y vuelve a maldecir con el habano apretado entre los dientes. Trata de distraerse, de sonreír, pero sabe que no hace calor para transpirar tanto, que esta agitación que siente no es por el esfuerzo.
En los declives sucesivos va notando que el sendero no puede ser el mismo. Pero ya ha caminado un largo rato, es impensable volver al arroyo y retomar la senda correcta. Después de todo, mientras siga bajando, tarde o temprano llegará al casco del Hotel.
En algún momento el aire se ha vuelto húmedo y le cuesta llenar los pulmones. Un aliento helado se cuela por las mangas del saco y le trepa hasta el pecho. Siente el pie mojado como un lastre de hielo. Casi por instinto busca en el piso de los claros algún indicio de la escarcha, pero el paisaje es indiferente al frío.
Lo dobla un acceso de tos y un gusto metálico le empasta la garganta. Ya no vuelve a pitar lo poco que queda del habano, pero lo lleva erguido en su mano, como un talismán contra la noche.
Más adelante, el sendero vuelve a ascender, la curva es perceptible en el declive suave. El rodeo lo ha llevado a los terrenos bajos del jardín principal. El bosque se abre a una senda más ancha, un camino de carros. Él aprieta el paso por la huella paralela porque no muy lejos distingue la silueta espectral del Hotel.
Pero algo no coincide. Incluso en su mareo, Haggen advierte el pasto reseco, los canteros destruidos. Un poco más allá reconoce la fuente majestuosa con los leones del Imperio al acecho. No corre agua y el monumento ya no es blanco, se ha descascarado y muestra sus entrañas rotas de ladrillos.
Encuentra esos mismos augurios nefastos en la fachada oscurecida del Hotel, las columnas derruidas, la sombra arrasada del salón comedor ya sin lujos ni caireles, la recepción convertida en un esqueleto de alambres marchitos. Sin llegar a la ruina parece un edificio bombardeado o devorado por un fuego blanco. No, un bombardeo no: se lo nota abandonado a la desidia del tiempo.
A Haggen el horror le pesa en los pies, pero algo lo atrae al Hotel, lo impulsa a seguir. Un ángel de yeso lo mira desde un dintel, la penumbra le desfigura la beatitud en una sonrisa decrépita.
Oye voces viniendo de alguna parte, de adentro del Hotel, un murmullo sordo que puja desde el suelo. No escucha si son risas o lamentos, pero sabe que lo llaman.
En la noche liviana, más liviana que nunca, Haggen suelta el habano exhausto. Fascinado extiende su mano abierta y tantea ese nuevo material sutil del muro. Da un paso, dos. Se entrega al torrente rumbo al origen de las voces perdidas en el tiempo, desnudo del lastre de su cuerpo atraviesa el vapor irreal de las paredes.
Comentarios
Muy lindo cuento.
Mony
Un gusto estar publicado acá en el Blog de Babel, tengo muy lindos recuerdos de La Falda.
Les mando un saludo.
Luis Cattenazzi
http://revistaaxolotl.com.ar/