IX CONCURSO DE CUENTO CORTO BABEL
1º PREMIO
A veces los viajes no son lo que parecen. Son estáticos y reiterativos. Son caminos que pueden reducirse a las líneas dibujadas en las palmas de las manos y, que por ese mismo motivo, sus destinos no son exactos, son complejidades que se pierden en un mundo difuso.
Nunca llegábamos al río que se reflejaba en el asfalto. Los neumáticos del auto parecían derretirse. La desolación quemaba. El calor nos aturdía. Los tapizados se incrustaban en la piel. Y la ventanilla del Fiat 1500 que no bajaba. Realicé extrañas contorsiones para aprovechar el viento que como un leve soplido entraba por el ventilete. Cerré los ojos: pensé en un ventilador, en un vaso de agua con hielo.
No perdí de vista el reloj de la temperatura afirmado en el tablero del coche. Íbamos callados y adormecidos por el verano. Después de las frenadas se escuchaban los golpes del bamboleo de los troncos guardados en el baúl. Habíamos amarrado una remera a la punta del tronco que sobresalía y, fue así como, quedé destinada a la tarea de cuidar el bamboleo de la carga, a observar de manera obsesiva los cambios de temperatura que podían registrarse en el reloj.
Adquirimos una velocidad crucero: sesenta kilómetros por hora. A esa misma velocidad transcurrían nuestras vidas hasta que comenzaban a declinar, a fallar, a sofocarse como un motor ahogado, como un auto viejo que apenas puede con su carrocería.
A través de las rendijas se colaba una brisa caliente que, de todos modos, servía para refrescarnos, pero de repente, como suele suceder con este tipo de cosas, digamos; en cosas por el estilo, como puede ser: ir atento buscando y buscando para encontrar objetos que nos despisten o acercarse a la conclusión de que no se trata de cubrir una necesidad sino simplemente de sabernos arduos en la tarea de buscar y, lo que es más complejo, competentes para hacerlo, aunque después sólo haya un trozo de pan duro.
En esa ocasión, fue una mesa de televisor dispuesta elegantemente junto al poste de luz en la vereda de una casa. Era una mesa pasada de moda, cubierta de formica gris, con una estructura metálica oxidada y unas rueditas dobladas al final de las patas. Los tres la habíamos visto al mismo tiempo, digo esto, porque seguro que después todos tenemos la intención de adjudicarnos el descubrimiento de la mercadería. Lo único que habíamos atinado a hacer, fue una exclamación al unísono, frenar el auto, y quedarnos observando la mesa por un instante.
La cargamos con eficiencia y rapidez en el asiento de atrás. Las seis manos la levantaban al mismo tiempo, al mismo ritmo, con un fervor y una devoción propia de un santo. La santa mesa en la religión de los que buscan, de los que insisten en ir de un rincón a otro pero no tienen por dónde sacar la cabeza.
En el viaje conversamos sobre los distintos usos y fines del hallazgo: el carrito multiuso, un amplio macetero, el refugio para el perro, la muralla divisoria, la repisa para exhibir la decadencia.
El hallazgo nos despabiló de la modorra. El auto se deslizaba veloz sobre una pista de hielo. Los troncos habían dejado de moverse y nuestros cuerpos se iban deshinchando. Los tres pensábamos en una cerveza fría. Bien fría.
Cuando volví la vista hacia el reloj, la temperatura había aumentado cinco líneas. Pensé que si esperaba podría suceder un milagro: el tiempo regresaría para seguir hablando de la mesita y fumaríamos nuevamente unos cigarros a grandes bocanadas.
Si daba aviso sobre el estado del reloj, Pablo comenzaría con los insultos, daría un manotazo hasta que las agujas marcaran lo imposible, bajaríamos los tres del auto. Pablo abriría el capó, tocaría los cables, las mangueras engrasadas, esperaríamos durante horas sin tener la más mínima certeza de qué cosa esperábamos.
Y sí... me callé.
Veníamos del Oeste hacia el Oeste. No teníamos opción, por eso habíamos ocupado una casa en Villa Udaondo, pero las cosas se complicaban para salir del Barrio. En las calles de tierra confluía cumbia villera, chamamé, hip hop y rock and roll, todo esto daba origen a un nuevo ritmo enloquecido que incitaba a la fiesta descontrolada del fin de semana.
A veces, esperábamos que llegara Olga con el Falcon a visitar a su hermano. En otras ocasiones, nos movilizábamos con el Fiat de Pablo. Era importante tener ciertas cosas en claro a la hora de subir al auto: los pies debían ir ubicados cerca de los zócalos, las puertas no podían abrirse desde adentro, el vidrio del acompañante no bajaba, el motor levantaría temperatura, el limpiaparabrisas no funcionaba. Los días de lluvia frotábamos una papa pelada por el parabrisas y esperábamos que el almidón nos sorprendiera.
El reloj me torturaba, si bien nunca se dijo, de alguna manera quedó establecido que el acompañante debía vigilar los cambios de temperatura. Evalué la situación; ya era tarde para avisar lo que estaba pasando. Dudé, pensé que todavía estaba a tiempo de decirlo, pero decidí concentrar mi atención al bamboleo del tronco, a cuidar que la remera no quedará por el camino, a hablar con Fer sobre las cañas de bambú. Fer parecía estar muy lejos, salvo cuando encendía un cigarrillo y acomodaba su cuerpo abrazando la mesita, fue en ese momento, cuando comencé a intuir que Fer ya pretendía cierto dominio sobre el mueble.
Nunca habíamos tenido vivienda, ni rumbo fijo. A veces, acunábamos un bolso en los innumerables viajes que comenzaban con desbordante entusiasmo. A veces, hacíamos simples complicidades con simulacros para continuar y que alguien nos diera una mano.
Pablo había estado viviendo en La Boca durante meses, antes de llegar a la Villa. Durante ese tiempo ocupó un pequeño ph colmado de humedad, con caños que se desangraban dentro de las paredes. Se atrincheró en la propiedad para que un grupo de inmigrantes no tomara la casa y tapó las aberturas con maderas. En la noche permanecía despierto a la escucha de cualquier intento de usurpación. Dejó la propiedad cuando enfermó de fiebre reumática y los peruanos, finalmente, entraron por la ventana del comedor.
Mientras Pablo viajaba por el Norte, en ese verano, yo buscaba un lugar donde quedarme. Estaba cansada de arrastrar los bolsos por la ciudad, había encontrado una habitación con un balcón francés en Congreso. Los que llegaron a conocer me decían: “tuviste suerte, esto es un palacete”, y no se habían equivocado. El baño era compartido pero en la habitación instalé un anafe y estiré una soga en el balcón para colgar la ropa; ése fue el problema. ¿Quién puede creer que una soga de dos metros y medio fuera el desencadenante del desastre? No quise bajo ningún motivo, ya fuese por reglamento de la pensión o por pedido especial del encargado, por artículo en el código de convivencia de inquilinos, por ética o estética del edificio; desarmar el tendedero. No podía resignarme a dejar de ver la ropa colgada, agitándose en el viento, esplendorosa bajo el sol. No quise y no pude quitar la ropa, juntar los broches, enroscar la soga, darme por vencida.
Terminé en un hotel sobre la calle Independencia, pero tuve que dejar el lugar por no cumplir con las normas de la Administración. Y en esa ocasión, no fue el tema de la soga porque no había balcón, ni ventana, apenas un boquete en la pared.
Lo que pasa es que los que no tenemos adónde ir, vamos a cualquier rincón, pero no dejamos un solo espacio sin habitar. Probamos debajo de las escaleras, en los cajeros automáticos. Los que no tenemos adónde ir, vamos a todos lados, nos movemos para contrarrestar ese principio de quietud. Pero es agotador y triste no saber dónde resguardarse cuando el movimiento se hace continuo y demencial. Los que no tenemos adónde ir, llevamos un mapa desplegado en la pupila y la melancolía de abandonar lugares a los que nunca se llega.
El problema es que todo el mundo se aburre del itinerante, no entienden esa acción constante de buscar y, al mismo tiempo, no buscar nada. Es incómodo ver cómo una persona frecuentemente guarda ropa dentro de bolsas, acomoda frascos en una valija, estira un saco con magas sucias, se olvida el cepillo de dientes, lleva las medias junto a las monedas. El itinerante es un ser reflexivo por naturaleza. Evalúa incansable lo que realmente necesita y lo que lleva. Estima el peso y la superficie de todo lo que cae en sus manos: un libro, un paquete de yerba, el recuerdo de dos caracoles, la ropa interior, unas botas de invierno, las chancletas de verano, las fotos del 92 en Las Toninas.
Nadie supo de dónde venía Fer, cuando hablaba tenía un acento santiagueño, pero una noche confesó que había nacido en Misiones. La verdad es que no tenía importancia porque los que no tienen adónde ir, terminan quitándole importancia a la procedencia, es un método indispensable para explicar que aquello que no tiene desembocadura tampoco tiene punto de origen. A lo mejor, desde un plano crédulo, había que profesar el budismo que Fer practicaba, por eso ese transcurrir, ese ir y venir sobre rieles a sitios desconocidos, esa adrenalina de viajar sin saber en qué sitio se está cuando se desciende. Fer se alimentaba de vegetales y había dejado las drogas para las situaciones de convite. Fer trenzaba pulseritas, cinturones, aros, colgantes, collares, carteras, corbatines, morrales: era una máquina de trenzar, todo lo trenzaba: el destino, los caminos, las historias. Trenzaba de día y de noche, mientras tomaba mate o fumaba. Lo cierto, era que Fer estaba feliz de haber llegado a Buenos Aires, mientras nosotros lo único que queríamos era abandonar la ciudad lo antes posible.
El auto dibujó la rotonda y los tres acompasamos con el cuerpo esa delicada inclinación. La distancia siempre fue lo de menor importancia, sin embargo, parecía que faltaban interminables horas de viaje. Comencé a medir el tiempo a través del reloj de la temperatura, la distancia y los puntos cardinales. Me sumergí en cálculos inútiles. Supuse que Fer podía ver el reloj desde su ubicación en el asiento de atrás y esperaba que, en algún momento, dijera algo, así que decidí despistarlo. Hablé más que de costumbre, coloqué el bolso sobre mis piernas para impedir que pudiera visualizar el reloj. La transpiración se apoderó de mi cuerpo, la culpa me invadía. A partir de ese momento, sería la culpable de sus desdichados destinos.
Parecía que Pablo se había olvidado del reloj, o tal vez, me había delegado esa tarea y yo lo traicionaba. Una loma de burro nos revolcó en los asientos. Pablo se ensañó con la madre de la loma. Era posible que empleara las mismas palabras para declararme inepta en mi tarea.
Después de revisar nuevamente la situación deduje que lo mejor sería despojarse de ese maldito reloj. Me felicité por tener la osadía de desafiar esa tortura que me había sido impuesta por el sólo hecho de ir sentada junto al conductor. Creo que cerré esa cadena de pensamientos cuando llegué a la conclusión de que no podíamos cambiar lo inevitable.
Fer encendió otro cigarrillo. Sin decirnos una sola palabra ambos supimos que coincidíamos con la decisión de abandonar el reloj y eso nos llevo a formar una especie de complicidad entre nosotros. Ninguno de los dos arrojaba el humo por la ventana sino que lo echábamos adentro del auto y Pablo se molestó.
Pasamos el cartel verde que indicaba las direcciones, como si nos hubieran bajado un banderín, para declararnos fuera de carrera. El motor humeaba. El humo inundaba la cabina. Miré desesperada el reloj; la aguja había quedado clavada en esa línea ancha y roja que significaba que ya no podíamos seguir. Pablo descendió del auto, pateó la puerta, estiró los brazos hacia el cielo y, luego, los ubicó detrás de la cabeza. Fer y yo esperábamos que esa ceremonia pasara lo más pronto posible. Empujamos el auto hasta el cordón de la avenida y nos sentamos los tres en la vereda esperando algo. Esperábamos tan fervientemente algo que, todavía, no podíamos discernir con certeza.
Pablo no dijo nada sobre el tema del reloj y Fer fumaba un tabaco dulce. El silencio invadió los cuerpos en la desolación de la calle, y yo me quedé mirando hacia atrás: el río ya lo habíamos cruzado pero, por ese entonces, aún no lográbamos comprenderlo. Más adelante, estaba la curva y, después, el mismo camino de siempre hacia ningún lugar.
Los que no tienen adonde ir
de Valeria Zurano
Para Ale, por haberse equivocado tanto.
A veces los viajes no son lo que parecen. Son estáticos y reiterativos. Son caminos que pueden reducirse a las líneas dibujadas en las palmas de las manos y, que por ese mismo motivo, sus destinos no son exactos, son complejidades que se pierden en un mundo difuso.
Nunca llegábamos al río que se reflejaba en el asfalto. Los neumáticos del auto parecían derretirse. La desolación quemaba. El calor nos aturdía. Los tapizados se incrustaban en la piel. Y la ventanilla del Fiat 1500 que no bajaba. Realicé extrañas contorsiones para aprovechar el viento que como un leve soplido entraba por el ventilete. Cerré los ojos: pensé en un ventilador, en un vaso de agua con hielo.
No perdí de vista el reloj de la temperatura afirmado en el tablero del coche. Íbamos callados y adormecidos por el verano. Después de las frenadas se escuchaban los golpes del bamboleo de los troncos guardados en el baúl. Habíamos amarrado una remera a la punta del tronco que sobresalía y, fue así como, quedé destinada a la tarea de cuidar el bamboleo de la carga, a observar de manera obsesiva los cambios de temperatura que podían registrarse en el reloj.
Adquirimos una velocidad crucero: sesenta kilómetros por hora. A esa misma velocidad transcurrían nuestras vidas hasta que comenzaban a declinar, a fallar, a sofocarse como un motor ahogado, como un auto viejo que apenas puede con su carrocería.
A través de las rendijas se colaba una brisa caliente que, de todos modos, servía para refrescarnos, pero de repente, como suele suceder con este tipo de cosas, digamos; en cosas por el estilo, como puede ser: ir atento buscando y buscando para encontrar objetos que nos despisten o acercarse a la conclusión de que no se trata de cubrir una necesidad sino simplemente de sabernos arduos en la tarea de buscar y, lo que es más complejo, competentes para hacerlo, aunque después sólo haya un trozo de pan duro.
En esa ocasión, fue una mesa de televisor dispuesta elegantemente junto al poste de luz en la vereda de una casa. Era una mesa pasada de moda, cubierta de formica gris, con una estructura metálica oxidada y unas rueditas dobladas al final de las patas. Los tres la habíamos visto al mismo tiempo, digo esto, porque seguro que después todos tenemos la intención de adjudicarnos el descubrimiento de la mercadería. Lo único que habíamos atinado a hacer, fue una exclamación al unísono, frenar el auto, y quedarnos observando la mesa por un instante.
La cargamos con eficiencia y rapidez en el asiento de atrás. Las seis manos la levantaban al mismo tiempo, al mismo ritmo, con un fervor y una devoción propia de un santo. La santa mesa en la religión de los que buscan, de los que insisten en ir de un rincón a otro pero no tienen por dónde sacar la cabeza.
En el viaje conversamos sobre los distintos usos y fines del hallazgo: el carrito multiuso, un amplio macetero, el refugio para el perro, la muralla divisoria, la repisa para exhibir la decadencia.
El hallazgo nos despabiló de la modorra. El auto se deslizaba veloz sobre una pista de hielo. Los troncos habían dejado de moverse y nuestros cuerpos se iban deshinchando. Los tres pensábamos en una cerveza fría. Bien fría.
Cuando volví la vista hacia el reloj, la temperatura había aumentado cinco líneas. Pensé que si esperaba podría suceder un milagro: el tiempo regresaría para seguir hablando de la mesita y fumaríamos nuevamente unos cigarros a grandes bocanadas.
Si daba aviso sobre el estado del reloj, Pablo comenzaría con los insultos, daría un manotazo hasta que las agujas marcaran lo imposible, bajaríamos los tres del auto. Pablo abriría el capó, tocaría los cables, las mangueras engrasadas, esperaríamos durante horas sin tener la más mínima certeza de qué cosa esperábamos.
Y sí... me callé.
Veníamos del Oeste hacia el Oeste. No teníamos opción, por eso habíamos ocupado una casa en Villa Udaondo, pero las cosas se complicaban para salir del Barrio. En las calles de tierra confluía cumbia villera, chamamé, hip hop y rock and roll, todo esto daba origen a un nuevo ritmo enloquecido que incitaba a la fiesta descontrolada del fin de semana.
A veces, esperábamos que llegara Olga con el Falcon a visitar a su hermano. En otras ocasiones, nos movilizábamos con el Fiat de Pablo. Era importante tener ciertas cosas en claro a la hora de subir al auto: los pies debían ir ubicados cerca de los zócalos, las puertas no podían abrirse desde adentro, el vidrio del acompañante no bajaba, el motor levantaría temperatura, el limpiaparabrisas no funcionaba. Los días de lluvia frotábamos una papa pelada por el parabrisas y esperábamos que el almidón nos sorprendiera.
El reloj me torturaba, si bien nunca se dijo, de alguna manera quedó establecido que el acompañante debía vigilar los cambios de temperatura. Evalué la situación; ya era tarde para avisar lo que estaba pasando. Dudé, pensé que todavía estaba a tiempo de decirlo, pero decidí concentrar mi atención al bamboleo del tronco, a cuidar que la remera no quedará por el camino, a hablar con Fer sobre las cañas de bambú. Fer parecía estar muy lejos, salvo cuando encendía un cigarrillo y acomodaba su cuerpo abrazando la mesita, fue en ese momento, cuando comencé a intuir que Fer ya pretendía cierto dominio sobre el mueble.
Nunca habíamos tenido vivienda, ni rumbo fijo. A veces, acunábamos un bolso en los innumerables viajes que comenzaban con desbordante entusiasmo. A veces, hacíamos simples complicidades con simulacros para continuar y que alguien nos diera una mano.
Pablo había estado viviendo en La Boca durante meses, antes de llegar a la Villa. Durante ese tiempo ocupó un pequeño ph colmado de humedad, con caños que se desangraban dentro de las paredes. Se atrincheró en la propiedad para que un grupo de inmigrantes no tomara la casa y tapó las aberturas con maderas. En la noche permanecía despierto a la escucha de cualquier intento de usurpación. Dejó la propiedad cuando enfermó de fiebre reumática y los peruanos, finalmente, entraron por la ventana del comedor.
Mientras Pablo viajaba por el Norte, en ese verano, yo buscaba un lugar donde quedarme. Estaba cansada de arrastrar los bolsos por la ciudad, había encontrado una habitación con un balcón francés en Congreso. Los que llegaron a conocer me decían: “tuviste suerte, esto es un palacete”, y no se habían equivocado. El baño era compartido pero en la habitación instalé un anafe y estiré una soga en el balcón para colgar la ropa; ése fue el problema. ¿Quién puede creer que una soga de dos metros y medio fuera el desencadenante del desastre? No quise bajo ningún motivo, ya fuese por reglamento de la pensión o por pedido especial del encargado, por artículo en el código de convivencia de inquilinos, por ética o estética del edificio; desarmar el tendedero. No podía resignarme a dejar de ver la ropa colgada, agitándose en el viento, esplendorosa bajo el sol. No quise y no pude quitar la ropa, juntar los broches, enroscar la soga, darme por vencida.
Terminé en un hotel sobre la calle Independencia, pero tuve que dejar el lugar por no cumplir con las normas de la Administración. Y en esa ocasión, no fue el tema de la soga porque no había balcón, ni ventana, apenas un boquete en la pared.
Lo que pasa es que los que no tenemos adónde ir, vamos a cualquier rincón, pero no dejamos un solo espacio sin habitar. Probamos debajo de las escaleras, en los cajeros automáticos. Los que no tenemos adónde ir, vamos a todos lados, nos movemos para contrarrestar ese principio de quietud. Pero es agotador y triste no saber dónde resguardarse cuando el movimiento se hace continuo y demencial. Los que no tenemos adónde ir, llevamos un mapa desplegado en la pupila y la melancolía de abandonar lugares a los que nunca se llega.
El problema es que todo el mundo se aburre del itinerante, no entienden esa acción constante de buscar y, al mismo tiempo, no buscar nada. Es incómodo ver cómo una persona frecuentemente guarda ropa dentro de bolsas, acomoda frascos en una valija, estira un saco con magas sucias, se olvida el cepillo de dientes, lleva las medias junto a las monedas. El itinerante es un ser reflexivo por naturaleza. Evalúa incansable lo que realmente necesita y lo que lleva. Estima el peso y la superficie de todo lo que cae en sus manos: un libro, un paquete de yerba, el recuerdo de dos caracoles, la ropa interior, unas botas de invierno, las chancletas de verano, las fotos del 92 en Las Toninas.
Nadie supo de dónde venía Fer, cuando hablaba tenía un acento santiagueño, pero una noche confesó que había nacido en Misiones. La verdad es que no tenía importancia porque los que no tienen adónde ir, terminan quitándole importancia a la procedencia, es un método indispensable para explicar que aquello que no tiene desembocadura tampoco tiene punto de origen. A lo mejor, desde un plano crédulo, había que profesar el budismo que Fer practicaba, por eso ese transcurrir, ese ir y venir sobre rieles a sitios desconocidos, esa adrenalina de viajar sin saber en qué sitio se está cuando se desciende. Fer se alimentaba de vegetales y había dejado las drogas para las situaciones de convite. Fer trenzaba pulseritas, cinturones, aros, colgantes, collares, carteras, corbatines, morrales: era una máquina de trenzar, todo lo trenzaba: el destino, los caminos, las historias. Trenzaba de día y de noche, mientras tomaba mate o fumaba. Lo cierto, era que Fer estaba feliz de haber llegado a Buenos Aires, mientras nosotros lo único que queríamos era abandonar la ciudad lo antes posible.
El auto dibujó la rotonda y los tres acompasamos con el cuerpo esa delicada inclinación. La distancia siempre fue lo de menor importancia, sin embargo, parecía que faltaban interminables horas de viaje. Comencé a medir el tiempo a través del reloj de la temperatura, la distancia y los puntos cardinales. Me sumergí en cálculos inútiles. Supuse que Fer podía ver el reloj desde su ubicación en el asiento de atrás y esperaba que, en algún momento, dijera algo, así que decidí despistarlo. Hablé más que de costumbre, coloqué el bolso sobre mis piernas para impedir que pudiera visualizar el reloj. La transpiración se apoderó de mi cuerpo, la culpa me invadía. A partir de ese momento, sería la culpable de sus desdichados destinos.
Parecía que Pablo se había olvidado del reloj, o tal vez, me había delegado esa tarea y yo lo traicionaba. Una loma de burro nos revolcó en los asientos. Pablo se ensañó con la madre de la loma. Era posible que empleara las mismas palabras para declararme inepta en mi tarea.
Después de revisar nuevamente la situación deduje que lo mejor sería despojarse de ese maldito reloj. Me felicité por tener la osadía de desafiar esa tortura que me había sido impuesta por el sólo hecho de ir sentada junto al conductor. Creo que cerré esa cadena de pensamientos cuando llegué a la conclusión de que no podíamos cambiar lo inevitable.
Fer encendió otro cigarrillo. Sin decirnos una sola palabra ambos supimos que coincidíamos con la decisión de abandonar el reloj y eso nos llevo a formar una especie de complicidad entre nosotros. Ninguno de los dos arrojaba el humo por la ventana sino que lo echábamos adentro del auto y Pablo se molestó.
Pasamos el cartel verde que indicaba las direcciones, como si nos hubieran bajado un banderín, para declararnos fuera de carrera. El motor humeaba. El humo inundaba la cabina. Miré desesperada el reloj; la aguja había quedado clavada en esa línea ancha y roja que significaba que ya no podíamos seguir. Pablo descendió del auto, pateó la puerta, estiró los brazos hacia el cielo y, luego, los ubicó detrás de la cabeza. Fer y yo esperábamos que esa ceremonia pasara lo más pronto posible. Empujamos el auto hasta el cordón de la avenida y nos sentamos los tres en la vereda esperando algo. Esperábamos tan fervientemente algo que, todavía, no podíamos discernir con certeza.
Pablo no dijo nada sobre el tema del reloj y Fer fumaba un tabaco dulce. El silencio invadió los cuerpos en la desolación de la calle, y yo me quedé mirando hacia atrás: el río ya lo habíamos cruzado pero, por ese entonces, aún no lográbamos comprenderlo. Más adelante, estaba la curva y, después, el mismo camino de siempre hacia ningún lugar.
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