SALA DE LECTURA
XII CONCURSO DE CUENTO CORTO BABEL
MENCIÓN otorgada al cuento del dramaturgo y escritor DARIO DURBAN de Béccar, San Isidro, Pcia. de Buenos Aires.
La milonga
(En cuatro baldosas)
La moza
La prima y la bordona octavaban un punteo compungido sobre los hachazos del
fuelle. Un rasguido arpegiado suspendió en la madrugada un acorde incesante. La
Marirosa mareaba los pasos entre las mesas y el mostrador; el Viejo dormía el
vino en el vaso mientras la marcaba sin disimulo. El rumor alejado de voces y
botellas amodorraba los sentidos. Las parejas tiraban cortes precisos y
quebradas faroleras. Un tipo cualquiera se la aupó de un tirón, le confesó una
grosería y la Marirosa estalló una risotada; el Viejo tentó el mango del
cuchillo. Un compadrito y un pibe que bailaban golpearon una mesa oscura.
Algunos curiosearon y el cliente de la mesa ensombreció el gesto bajo el ala
del chambergo. La Marirosa sirvió caña para seis y un mamado le arrebató la
botella; el Viejo tembló un peine sobre el pelo ralo y escupió el palillo. Una
frescura húmeda se coló entre el gentío acalorado. El ambiente rancio se
alivianó. La Marirosa tenía la risa fácil del alcohol divertido; el Viejo tenía
la mirada áspera y huraña. Se escuchó un retruco pendenciero, una mesa y una
silla golpeadas. El patrón salpicó un porronazo de ginebra y tajeó la fiesta de
un grito. La Marirosa se cobró una propina con el último trago del vaso; el
Viejo sopesó en el bolsillo el poemario forrado de cuero.
El
Viejo llamó a la dependienta y le corrió la silla. Su mano temblaba en el
bolsillo. Ella tomó asiento y le robó un trago. El Viejo asomó el librito.
Tantas noches la había observado tirándole sonrisas a los chanchos, regalando
besos por un trago. Él sentía que ella merecía lo mejor que él tenía. El
silencio inundó el espacio que los separaba. Lo rompió ella: —¿Qué le sirvo,
abuelo? — Un borracho tropezó a dos bailarines, y ella volvió a reír. —Otro
vino —, contestó él. Las lágrimas le pestañearon la vista.
El
baile
El trío de fuelle y cuerdas lastimaba melodías al aire. Entre las mesas, la
tela de los trajes seseaba el ritmo violento en dos cuartos. El Pibe se había
agenciado una china morruda para el firulete; Saveiro se les arrimó en sigilo y
despidió a la moza con los ojos. El barullo de fondo disipaba los pensamientos.
La luz desvaída de las velas proyectaba sombras grotescas que bailaban en el
techo. Al Pibe se le julepeó la mueca pero se quedó plantado en sus trece;
Saveiro lo apretó del talle y le estrujó la solapa. Una risa como de gallina
hizo volar las moscas. Uno que estaba en curda berreaba por otra ronda de caña.
De a poco, Saveiro lo fue caminando hacia atrás; el Pibe pegó un corte y casi
le tiran el medio frasco de caña a un maula que fumaba solo en lo oscuro. Un
aire fresco recorrió el tugurio con olor a tierra mojada. Desde el fondo llegó
la voz de un quiero retruco seguido de un golpe en la tabla. El Pibe pensó en
darle un puntazo y salir corriendo; Saveiro lo tenía abrazado de donde se
esconde la faca. Un grito grave del dueño cortó una trifulca lejana. El
borracho de la mesa los tropezó al salir apurado y casi los tira. El Pibe le
esquivaba la mirada; Saveiro le apoyó el morro en el hombro para secretear.
—Para conocer a un guapo, lo mejor es verlo bailar —, le carraspeó. Se midieron
las fuerzas en otro corte, pero ninguno logró una quebrada. A Saveiro lo
precedía su fama. El Pibe lo admiraba lo mismo que lo temía. El barrio lo sabía
pendenciero, y que había tenido sus líos con la justicia, pero nadie sabía bien
por qué. Se conoce que manejaba minas, y que les había hecho estirar la jeta a
un par que no pudieron o no quisieron pagar. El Pibe recordó la noche cruda que
lo convirtió en hombre, y un temblor frío le trepó la espalda. —Vos me debés —,
le dijo el otro. El Pibe oteaba alrededor por socorro, pero el bailongo seguía
en la suya sin hacer caso de nadie. Se quiso zafar y se le descosió la solapa.
—Calmate, purrete. Me la pagás haciéndome de campana en un laburo —. El Pibe
ladeó una sonrisa.
El
truco
La milonga escalaba arpegios apenados y golpeaba acordes sentidos. El fraseo
impetuoso se colaba vacilante entre el tumulto. Los sonidos llegaban apagados
hasta aquel fondo disimulado de sombras. El Gringo picó la baraja como buscando
pendencia; De Salvo masticó una maldición y repartió de abajo. En los candiles
las llamas crepitaban tristes y entregaban el cebo ahumado a la noche. El Gringo
guiñó un ojo y se sacó el pucho para sonreír una muesca; De Salvo frunció los
párpados y fondeó el vaso de caña quemada. Las curiosas se repartían entre la
vigilia del baile y del juego. Los galanes cabeceaban sus invitaciones con
orgullo maltrecho. El Gringo gritó un envite y pidió otra ginebra; De Salvo
miró a su pareja y pasó del obsequio. Una carcajada cortó la noche, pero
ninguno dejó de celar la mirada de los otros tres. No se decía mucho con
palabras, pero el aire estaba enrarecido de parloteos. El Gringo llamó al pie y
prepoteó el de basto para hacer primera; De Salvo jugó callado una carta
tapada. Un viento fresco les trajo noticias de lluvia y les despejó la bebida
de los ojos. Las llamas de las velas temblaron. El Gringo cantó el truco apoyando
un ancho falso para apretar; —Quiero retruco —, chilló De Salvo con un dos de
copa en la mesa.
Las curiosas dieron un paso atrás sobresaltadas, y alguna cambió la mesa del
fondo por el mostrador. El Gringo dudó un quiero lastimero y tiró el siete
bravo que ya le conocían. De Salvo lo tomó por el reverso y les mostró a todos
el borde mellado del naipe. De los que allí estaban, ninguno volvería a dejarse
trampear por el Gringo. Luego estampó la carta que hizo temblar las botellas.
El Gringo se levantó rabioso y pateó la silla por el aire. Se palpó la cintura.
De Salvo se paró presto y tomó la botella por el gollete. El grito del
anfitrión los devolvió en sí. El Gringo se fue sin cobrar sus porotos. Al
salir, se cruzó con un borracho tumbado en la tierra y un
punto que mezquinaba la jeta debajo del sombrero ladeado.
La
traición
El bandoneón aspiraba penas y soplaba insultos. La música se deshacía en el
humo denso de aquel sótano. González terminó de enrollar y quemó la punta del pucho
en la llama del cirio; Paredes se sentó a la última mesa libre y apagó la vela.
El sonido de vasos y botellas provocaba sobre la melodía un contrapunto
amansador. Las voces cascadas por el alcohol estiraban las palabras en un
bullicio asordinado. González se acabó su caña de un trago; Paredes sorbía la
suya de a poco. Entre las mesas, dos hombres bailaban el paso de los malevos, y
más allá, una dependienta del local, ya mamada, se carcajeaba a upa de un tipo
cualquiera. González pidió otra ronda para él y sus amigos; Paredes dejó un
billete debajo del vaso medio lleno. Una corriente de aire despejó un poco el
ambiente. Traía olor a lluvia. Refrescó a algunos; envalentonó a otros.
González amagó a levantarse, pero no logró separar el culo del mimbre; Paredes
escupió al piso y se tanteó el cinto. En el fondo, una mano interrumpida a
causa de un naipe trampeado arrojó una silla contra la pared. El dueño de la
farra hizo sonar el porrón de ginebra en el mostrador y pegó un grito. González
logró pararse y salió urgido por demasiadas copas; Paredes se resbaló el saco y
lo enrolló en el brazo.
Se encontraron afuera. La garúa caía de canto y tan fina que sólo se veía a
contraluz del farol. El apocado fulgor amarillento formaba un halo de colores
ahogados. González meaba apoyado en el palenque cuando Paredes le pisó la
sombra. A pesar de la borrachera, a González le bastó una mirada sobre el
hombro para reconocerlo. Le sobró un momento más para entender por qué el otro
estaba ahí plantado, llorando. Lo mismo que la noche de las sábanas
alborotadas, no se hablaron.
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