19º CONCURSO DE CUENTO CORTO BABEL-CUENTOS PREMIADOS
EL JURADO, INTEGRADO POR YANINA ROSEMBERG, DAMIÁN PULIZZI Y MARÍA CECILIA CRAVERO OTORGÓ LOS SIGUIENTES PREMIOS:
TERCER PREMIO
AUTOR: FACUNDO GAUNA
LOMAS DE ZAMORA - PCIA. DE BUENOS AIRES
TANIA
I.
Cuando salió del coma y lo pude ir a visitar estaba tan nerviosa y me temblaban tanto las manos que se me cayeron las llaves de casa al querer cerrar la puerta, y a duras penas logré llamar a la madre desde la recepción de la clínica para que me repitiera el número de la habitación.
No tengo recuerdos del trayecto desde mi casa a la clínica ni desde la recepción al cuarto. Lo primero, lo que inauguró el registro, fue la traqueotomía, el tubo saliéndole del cuello a Pedro. Pensé en su voz, una voz que, asumí, ya no volvería a escucharle; una voz que, si Pedro lograba recuperarse, sólo él oiría engrilletada en la cámara de resonancia de su cráneo.
La madre estaba a un lado de la camilla; tal vez la haya saludado, tal vez no. “Le quitaron los brackets” me dijo de repente. Miré y los labios tenían marcas como si se los hubiera mordido con fuerza durante un buen rato. Empecé a llorar en silencio. Incliné la cabeza sobre uno de mis hombros en un gesto que intentaba dar con un horizonte diferente del que se me presentaba.
Pedro dormía, sedado, vivo pero roto. Semanas atrás, en el club, tras el partido de vóley, se quejaba de la molestia en la clavícula y me decía que no veía la hora de operarse de una buena vez. “Ya falta poco” le había dicho yo. Ahora, recordando esas palabras, me sentía cómplice involuntaria de una desgracia. Se me vino la frase “el mejor medicamento es el que no se toma”. Pero una qué iba a imaginar.
Le agarré la mano y me dio la impresión de que hizo un esfuerzo por apretar la mía. Le hablé y le prometí que cuando saliera de ésta nos iríamos al tan postergado fin de semana en Colonia. No encontré la manera de decirle que lo amaba, no supe cómo.
Antes de irme le di un beso en la mejilla (el tubo ahí, rozándome el mentón, emergiendo de su tráquea como el tentáculo de un kraken) y salí al pasillo a reencontrarme con Isabel. En algún momento, sin que yo lo notara, había dejado la habitación, nos había dejado solos. Estaba apartada del reducido grupo de amigos y parientes, y al verme salir se me acercó. Tenía una expresión en la cara como de quien recién termina de meditar (los párpados descansados; algo parecido a una sonrisa que no es) y un rosario metálico enredado entre los dedos. De plata, muy trabajado, y cada cuenta era una rosa sin abrirse. Me lo había mostrado tiempo atrás, era el rosario con el que se casó y que estaba bendecido por Juan Pablo II. Verlo en ese contexto, ella aferrada a él bajo las luces fluorescentes de la clínica, me descolocó. Yo tenía bronca, no fe, no todavía. Isabel lo habrá notado. Se acercó y me empezó a decir: “Sabés una cosa, nena, no estoy enojada con Dios. ¿Por qué debería? Tengo a mi hijo vivo. Hay madres que perdieron a sus hijos, y esa es la mayor de las desgracias.”
II.
Pedro pasó seis semanas estabilizado en la clínica. En la primera lo fui a visitar todos los días; no parecía evolucionar, excepto que al paso de los días apretaba ligeramente cada vez más mi mano. Los médicos decían que no era posible, que lo mantenían sedado y no era posible. Yo estoy casi segura de que sí. Cuando les repetía esto ellos me miraban como con pena y ya no decían nada más.
La última semana en la clínica coincidió con la época de finales en la facultad. Mis padres y mis amigos me insistían en que al menos rindiera una de las materias, en que eso me ayudaría a transitar el dolor decían unos, a cortar el mambo depre decían otros. A sobreponerme, en definitiva. Les hice caso y rendí dos; aprobé una. De todas maneras, mientras intentaba concentrarme en los apuntes, al dar vuelta las páginas me encontraba haciéndome preguntas que nunca hasta ahora me atreví a contar. ¿La madre de Pedro le haría juicio a la clínica, al anestesista? ¿Le quitarían la matrícula, como tendría que ser? Y ¿cuánta plata cobraría de ganar el juicio?
Esa última semana, entonces, sólo pude visitar a Pedro una vez. Días después, me explicó Isabel, lo trasladarían al Fleni en donde empezarían con su rehabilitación física y cognitiva.
Así fue. Pedro quedó internado nueve meses durante los que seguí en contacto con Isabel, que me mantenía al tanto de su evolución. Exceptuando a parientes cercanos, me había dicho, no se permitían visitas.
III.
Vi a Pedro consciente por primera vez desde que se excedieron con la anestesia en la operación. Estaba en su casa, en su cuarto, metido en la cama, acompañado de un enfermero particular y de su madre. Movía los ojos de acá para allá como si siguiera el vuelo errático de un colibrí en el techo. Después se me quedó mirando un momento y largó un ruido gutural, abriendo grande la boca. Creo que ahí me reconoció, se dio cuenta de mi presencia en la habitación, una habitación que se me hacía más chica de lo que recordaba. Yo me quedé petrificada al borde de la cama, incapaz de decir o hacer algo. Me empezaba a faltar el aire, a cerrar la garganta. Pedro, por el contrario, empezó a emitir gritos cada vez más altos, más redondos, abiertos, alargando vocales que intercalaba entre sí. Luego cada vez más espaciados, a cada vocal más medido en la intensidad. Hasta que se tranquilizó y volvió a su colibrí. Entendí entonces que no tenía afectadas las cuerdas vocales. Un pañuelo con motivos campestres, anudado, le cubría la cicatriz de la traqueotomía.
“Se da cuenta de que ya está en casa”, me dijo Isabel. “¿Ves cómo sonríe?”. El enfermero se fue de la habitación; hubiera preferido que se quedara. Yo le sonreí a la madre para compensar la sonrisa que no encontraba en Pedro. “Está contento”, dije. “Se da cuenta”, dije por repetición.
Isabel me ofreció un té que rechacé. Me dijo “sentate” y me senté en una silla en la esquina del cuarto. Media hora después me estaba despidiendo de Pedro con un beso en la frente, y de la madre con uno en la mejilla en la puerta de su casa.
IV.
Visité a Pedro dos veces más, dos jueves después de cursar. El último de esos jueves Isabel me hizo pasar al comedor antes de ir al cuarto de Pedro. Cuando el agua para el té estuvo lista sirvió dos tazas y nos sentamos a la mesa.
–¿Vos cómo estás, Tania? –me preguntó, sin darme tiempo a soplar el té para entibiarlo, en un tono maternal que resultaba forzado, edulcorado. Le respondí que bien, y al instante me reproché por usar esa palabra, por contestar maquinalmente.
–Hay algo que me gustaría hablar con vos –me dijo.
Agarré la taza sin levantarla de la mesa. La cerámica caliente reconfortaba mis manos, frías.
–La recuperación de Pedro va a ser un proceso lento. Lo sabés, ¿no?
Asentí en silencio. De momento no quise darle un sorbo al té.
–Y vos sos una chica joven –siguió–, tenés toda la vida por delante. Ni yo ni nadie va a culparte por la decisión que tomes, porque nadie es quién para juzgarte –me dijo, y agregó–: Sólo Dios, en su infinita sabiduría, está en condiciones de juzgar nuestros actos. Y Dios es misericordioso, acordate siempre de eso.
La escuché a medida que se me llenaban los ojos de lágrimas. Isabel me tomó de las manos, que seguían entregadas al calor de la taza, y repitió: “Tenés toda la vida por delante, nena”. Sin decir nada me levanté y fui hasta la puerta a paso firme, conteniendo las ganas de correr, de llegar a la puerta cuanto antes. Isabel me siguió pero a otro ritmo, dándome espacio, tiempo, ventaja. Dejando la puerta de entrada abierta salí a la calle. A las dos cuadras me puse a llorar con congoja, sentada en el escalón de un edificio en construcción abandonado. Lo pude hacer sin vergüenza: no pasaban ni autos ni gente. Eso fue en otoño. Cuando me recompuse caí en la cuenta de que me había olvidado el saco en el respaldo de la silla. Lo di por perdido.
Marc Chagall
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SEGUNDO PREMIO
AUTOR: BERNARDO BONACALZA
ROSARIO- SANTA FE
GUILLERMITO
Cuando lo imposible empieza a suceder
Lo más razonable es aceptarlo con naturalidad.
-Abelardo Castillo-
Después de cinco días agotadores en la oficina, tenía pensado atrincherarme en el sillón todo el fin de semana y como mucho salir a tomar algo con mis amigos. En el entretiempo del partido me dio hambre, dejé la TV encendida y fui a una panadería a unas cuadras de mi departamento a la que no había ido nunca. Apenas puse un pie adentro, la panadera salió corriendo y desde la calle alcanzó a gritarme:
_ ¡Cuidá a Guillermito por favor, en un rato vuelvo!
La mujer casi no terminó de gritarme cuando sentí que algo se colgaba de mi jean.
_ ¡Hola papi!
_ ¿Vos quién sos?
_ Guillermito.
_Yo vine a comprar facturas.
_ ¡Te extrañé papi!
_Yo no soy tu papá, yo vine a comprar facturas.
_ ¡Mami dijo que vos eras mi papi
_ No, debe ser otra persona
_ ¿Te vas a ir de nuevo papi?
_ No Guillermito, acá hay una equivocación.
_ ¿Te acordás de mi nombre papi?
_ ¡Cuidá a Guillermito por favor, en un rato vuelvo!
La mujer casi no terminó de gritarme cuando sentí que algo se colgaba de mi jean.
_ ¡Hola papi!
_ ¿Vos quién sos?
_ Guillermito.
_Yo vine a comprar facturas.
_ ¡Te extrañé papi!
_Yo no soy tu papá, yo vine a comprar facturas.
_ ¡Mami dijo que vos eras mi papi
_ No, debe ser otra persona
_ ¿Te vas a ir de nuevo papi?
_ No Guillermito, acá hay una equivocación.
_ ¿Te acordás de mi nombre papi?
Sin saber cómo, sin poder explicar de qué manera sucedió, antes de que cayera la tarde, yo estaba jugando con Guillermito en el piso de la panadería y atendiendo de cuando en cuando a los esporádicos clientes que entraban a comprar. Se hizo de noche, cerré el negocio y me puse a pensar en qué hacer. No podía dejar a Guillermito sólo, así que me dispuse a esperar hasta que la madre apareciese.
- Papi tengo hambre, dijo Guillermito.
- No soy tu Papá, le grité ¡Yo no tengo hijos!
Guillermito rompió en llanto y no paró hasta que le hice un sándwich de jamón y queso.
- ¡Que rico sándwich, papi! ¡Te quiero papi!
- Vamos Guillermito, a dormir que ya es tarde.
- ¿Me contás un cuentito papi?
- Sí, sí Guillermito.
Se durmió como un angelito en una cama que había en la trastienda. Me quedé un rato largo mirándolo. Era hermoso. Una carita dulce y triste a la vez. Sonó el teléfono. Era ella, la madre, que me madrugó y no me dejó hablar: “Perdoname, no me juzgues ¿No es hermoso?, dijo. Sufrió mucho. Necesita un padre. Perdoname”. Colgó y yo me quedé con un montón de preguntas en la boca y también con un montón de puteadas ¿Yo padre? Había ido a comprar unas medialunas, ni siquiera había apagado la TV, unas medialunas dulces, como cualquier persona que está en su casa y quiere unas putas medialunas y terminé detrás del mostrador, vendiendo las medialunas que iba a comprar y con un hijo cuya madre no conocía. Me desperté y Guillermito jugaba a los soldaditos en el piso. No había sido un sueño. Le preparé una chocolatada y lo miré mientras desayunaba. Era encantador, pero no dejaba de ser tan solo un extraño. Cuando le dije que me iba, otra vez empezó a llorar y se colgó de mi pantalón bien fuerte. Caminé hacia la puerta arrastrándolo. Lo solté con un poco de fuerza y lloró más y más fuerte. “¡No Papi, no te vayas!” Abrí y cerré la puerta tan rápido como para que el niño no pudiese seguirme. Salí corriendo, no podía escuchar más ese llanto que se agigantaba. Me partía el alma, me iba y dejaba a un pequeño sólo, pero tenía que irme, tenía mi vida y tenía que continuar con ella. Llegué a la esquina y giré mi cabeza. Guillermito no me seguía.
Durante unos cuantos días sobrevolaron mi cabeza el llanto agudo del niño y las palabras de la madre al teléfono. Es algo absurdo. Sí, creo que absurdo es la mejor definición. Lo cierto es que ellos dos no se iban de mi cabeza y lo peor era imaginar la posibilidad de que la madre no hubiese vuelto nunca después de que yo salí corriendo de la panadería. En el trabajo sentía a Guillermito agarrado de mi pantalón, en mi casa el llanto de Guillermito. Todo se desplomó un día en que salí a correr. Primero sentí a Guillermito en la pierna, trepaba por mi pantalón aunque no podía verlo. Me abría la boca y se metía por ella hasta caer en mi panza. Una vez ahí comenzaba a patear. Estaba embarazado de Guillermito. Me detuve, el dolor era cada vez más fuerte. Sentí nauseas. Tuve una arcada y salió dentro de mí una voz que dijo: “Papi, no me dejes”. Llegué a casa y encontré una carta firmada por una mujer, no tuve dudas de quién era: la madre de Guillermito. Decía así: “Una vez más te pido perdón. Guillermito me contó que fuiste muy bueno con él. No tenés porque continuar con esta locura. Sólo quería que sepas eso. El sábado a las 2 de la tarde no voy a estar en la Panadería. Si querés, podés pasar a saludarlo” ¿Por qué a mí? ¿Por qué? ¿Cómo sabía una extraña la dirección de mi casa?
Llegó el sábado y me sentía raro cuando abrí los ojos. Quise leer y no lograba concentrarme. Encendí la radio y me molestaba, me resultaba un ruido insoportable. Entonces me levanté, me lavé la cara, me puse ropa limpia y encaré directo a la panadería. Pasé toda la tarde con el niño y la noche también. Guillermito tuvo en sus ojos esa felicidad que antes no le había visto. Creo que ese día sintió que su Papá ya no se iría. Y entonces jugaba sin preocuparse por mi partida. Mientras el niño dormía yo pensaba en qué estarían haciendo mis amigos, en qué estaría haciendo la gente un sábado a la noche. Pensaba en las ganas de no estar al lado de un niño que tuvo que haber sido media docena de medialunas. Pero también se me escapaban unas ganas muy lindas de besarle la frente. Lo besé, apagué la luz y me tiré a dormir en el piso junto a su cama.
launiondigital.com.ar
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PRIMER PREMIO
AUTOR: PABLO MARTÍNEZ GRAMUGLIA
BUENOS AIRES
LA PEQUEÑA VENGANZA
Tres años después, todavía se contaba la historia. Ellos
mismos la contaban por todas partes, completando uno los
recuerdos del otro. Tal vez eso fue lo más hermoso en nuestra
vida, decía Frédéric. Sí, tal vez tengas razón, respondía
Deslauriers, tal vez fue lo más hermoso en nuestra vida.
Flaubert, La educación sentimental.
La marca Marinero no debe sonar conocida para muchos de ustedes, pero en los tempranos noventa tuvo cierto éxito, de la mano del auspicio que daba a una serie de televisión. Antes de que la serie terminase, la enorme fábrica de Ríovivo comenzó a declinar y tardó poco en reducir el personal y de los trescientos veinte empleados quedaron primero ciento sesenta y dos, y luego ciento sesenta, y luego ciento treinta y siete, y para el año dos mil apenas sesenta y cinco personas trabajaban en el viejo galpón semivacío. Sin embargo, Víctor Bravo seguía comportándose como el dueño del pueblo, y en buena medida lo era. Quien no le debía el alquiler del mes le mendigaba un puesto, cuya promesa mantenía preñada de ambigüedad.
La fortuna de Bravo, por supuesto, excedía con largueza el valor de la fábrica de las
Marinero. Los campos para el lado de María Ignacia, así como todos los cercanos a la Estación Fleming, habían estado en su familia por tres generaciones. La propiedad urbana la fueron acumulando después, cuando convertían las buenas cosechas en casas de renta y habitaciones para mujeres solteras. Y si bien siempre fueron fieles a los beneficios del latifundio, nunca estaba de más poner unos pesos en un comercio o, aprovechando alguna política de desarrollo tan generosa como fugaz, incursionar en la industria, produciendo jugos de fruta, mazos de goma y las famosas zapatillas en distintas etapas de la historia económica nacional.
Así como era el dueño del pueblo para lo malo y era raro que hiciese cola en el banco o se
fijase dónde dejaba el auto, también tenía cosas que algunos apreciaban, como fue en aquel año dos mil regalar zapatillas Marinero a todos los chicos que empezaran el Polimodal. Las madres, por ejemplo, hablaron loas de Víctor Bravo en febrero, cuando la chata de su fábrica se paró en la puerta de la antigua Normal y dos empleados de camisa y corbata repartieron las cajas de calzado, previo riguroso control del comprobante de inscripción y la firma en una planilla de la cantidad retirada, porque dos, tres y hasta cuatro pares se podía uno llevar si había de su número. Otros, como Gilberto, el dueño del quiosco de diarios pegadito a la Normal, insistían en que era una maniobra para pagar menos impuestos y que el viejo Bravo se las sabía todas, criticándolo de una
forma que destilaba admiración. Y nosotros lo odiamos sinceramente por tener que llevar, como las chicas del colegio de hermanas, todos las mismas zapatillas, color azul, hechas con una tela como de vaqueros.
Pero eran gratis y no había más opción que usarlas, aunque en casa luego del despido de
papá insultásemos día y noche al dueño de las Marinero. Con las zapatillas azul francés en los piés y el guardapolvo blanco ajustado y roído del año anterior, Federico y yo empezamos las clases un caluroso día de marzo, creo que era un miércoles. La Normal quedaba en el centro viejo, lejos de la escuelita del barrio a la que habíamos ido juntos, y para nosotros llegar allí fue todo un descubrimiento: los bares apenas iluminados donde solo entraban hombres muy grandes o jóvenes vestidos como hombres muy grandes (algunos incluso con sombrero y corbata), las fachadas de un siglo de antigüedad, la mayoría de ellas en pésimo estado, el empedrado de la avenida, los postes de
telégrafo que no habían sido retirados, y la enorme casa de doña Loza, que tenía los postigos cerrados día y noche, aunque día y noche también hubiese luces encendidas en el recibidor de la planta baja y algunas ventanas del primer piso.
Con el cambio de escuela también mudamos de turno, porque la mañana se había llenado,
así que empezamos a levantarnos tarde y entrar a la una y cuarto, recién comida una especie de desayuno-almuerzo que mi mamá nos dejaba en alguna olla tapada cuando se iba a la mañana. Salíamos de la escuela a las seis, pero, como mis padres volvían a la noche y los de Federico nunca le prestaron mucha atención, nos quedábamos en la puerta de la escuela charlando o vagábamos por ese seductor centro viejo. De un modo u otro, nuestros pasos desatados nos llevaban a pasar por la casa de doña Loza, en la que jamás nos habríamos atrevido a entrar (menos que menos a tocar el timbre). Por animada que estuviese la conversación, al ver de cerca las flores talladas en la puerta de roble se hacía un silencio, a veces de un par de segundos apenas. Si de casualidad cruzábamos las miradas sonreíamos.
La fortuna de Bravo, por supuesto, excedía con largueza el valor de la fábrica de las
Marinero. Los campos para el lado de María Ignacia, así como todos los cercanos a la Estación Fleming, habían estado en su familia por tres generaciones. La propiedad urbana la fueron acumulando después, cuando convertían las buenas cosechas en casas de renta y habitaciones para mujeres solteras. Y si bien siempre fueron fieles a los beneficios del latifundio, nunca estaba de más poner unos pesos en un comercio o, aprovechando alguna política de desarrollo tan generosa como fugaz, incursionar en la industria, produciendo jugos de fruta, mazos de goma y las famosas zapatillas en distintas etapas de la historia económica nacional.
Así como era el dueño del pueblo para lo malo y era raro que hiciese cola en el banco o se
fijase dónde dejaba el auto, también tenía cosas que algunos apreciaban, como fue en aquel año dos mil regalar zapatillas Marinero a todos los chicos que empezaran el Polimodal. Las madres, por ejemplo, hablaron loas de Víctor Bravo en febrero, cuando la chata de su fábrica se paró en la puerta de la antigua Normal y dos empleados de camisa y corbata repartieron las cajas de calzado, previo riguroso control del comprobante de inscripción y la firma en una planilla de la cantidad retirada, porque dos, tres y hasta cuatro pares se podía uno llevar si había de su número. Otros, como Gilberto, el dueño del quiosco de diarios pegadito a la Normal, insistían en que era una maniobra para pagar menos impuestos y que el viejo Bravo se las sabía todas, criticándolo de una
forma que destilaba admiración. Y nosotros lo odiamos sinceramente por tener que llevar, como las chicas del colegio de hermanas, todos las mismas zapatillas, color azul, hechas con una tela como de vaqueros.
Pero eran gratis y no había más opción que usarlas, aunque en casa luego del despido de
papá insultásemos día y noche al dueño de las Marinero. Con las zapatillas azul francés en los piés y el guardapolvo blanco ajustado y roído del año anterior, Federico y yo empezamos las clases un caluroso día de marzo, creo que era un miércoles. La Normal quedaba en el centro viejo, lejos de la escuelita del barrio a la que habíamos ido juntos, y para nosotros llegar allí fue todo un descubrimiento: los bares apenas iluminados donde solo entraban hombres muy grandes o jóvenes vestidos como hombres muy grandes (algunos incluso con sombrero y corbata), las fachadas de un siglo de antigüedad, la mayoría de ellas en pésimo estado, el empedrado de la avenida, los postes de
telégrafo que no habían sido retirados, y la enorme casa de doña Loza, que tenía los postigos cerrados día y noche, aunque día y noche también hubiese luces encendidas en el recibidor de la planta baja y algunas ventanas del primer piso.
Con el cambio de escuela también mudamos de turno, porque la mañana se había llenado,
así que empezamos a levantarnos tarde y entrar a la una y cuarto, recién comida una especie de desayuno-almuerzo que mi mamá nos dejaba en alguna olla tapada cuando se iba a la mañana. Salíamos de la escuela a las seis, pero, como mis padres volvían a la noche y los de Federico nunca le prestaron mucha atención, nos quedábamos en la puerta de la escuela charlando o vagábamos por ese seductor centro viejo. De un modo u otro, nuestros pasos desatados nos llevaban a pasar por la casa de doña Loza, en la que jamás nos habríamos atrevido a entrar (menos que menos a tocar el timbre). Por animada que estuviese la conversación, al ver de cerca las flores talladas en la puerta de roble se hacía un silencio, a veces de un par de segundos apenas. Si de casualidad cruzábamos las miradas sonreíamos.
Una tarde de mayo, en la que el frío quería llegar, cuando las Marinero no eran ya azul
francés sino más bien alternaban entre el casi blanco de la tela gastada y el negro de la mugre acumulada, yendo para el lado de la barraca de Gómez (quien alquilaba el inmenso terreno a Víctor Bravo), pasamos delante de una reja de fierros verticales, retorcidos, negros y altos, terminados con una punta como de lanza, que un poco antes de ella tenía remachado un sol incaico de decoración. Detrás de la reja, que recorría una cuadra entera, se lograba ver una casa más bien discreta en comparación con el enorme parque, una construcción de dos pisos pintada de un verde viejo impecable, con los marcos del mismo color pero mucho más intenso y los techos de tejas rojizas. Entre la reja y la casa había una distancia de por lo menos setenta metros, poblada por unos enormes rosales. No tardamos en enterarnos de que era la casa del mismísimo Víctor Bravo y de pronto nos encontramos contemplando una posible venganza. Al día de hoy, no sé si de la condena de las zapatillas, de los modales de dueño del pueblo, de haber echado a papá o simplemente de su riqueza. Pero Federico y yo nos miramos y supimos que teníamos que hacer algo.
Esa misma noche, temprano, no serían las nueve, llevamos unas mantas para tapar las puntas de la reja y la saltamos. Queríamos destruir y nos entregamos al holocausto gozoso de los rosales; aplástandolos al riesgo de lastimarnos con las espinas, nos internábamos en la casa, pateando las plantas como si fueran culpables de nuestra secreta humillación. Tanto rompimos que habíamos creado una brecha paralela al sendero de lajas, una especie de picada desprolija cubierta por abatidos rosales. Cuando todavía seguíamos con el furor destructivo, llegamos a un limonero cargado de frutas y tanto nos gustó la idea que no percibimos que una luz en la segunda ventana de la casa se encendió. Empezamos a arrancar limones, que acaparábamos en las mochilas que habíamos llevado con las mantas dentro, ahora ondeando en las puntas de la reja. De pronto, escuchamos un ruido como un chasquido enorme, o más bien como cien pequeños chasquidos simultáneos. Los chasquidos fueron pronto menos, pero más fuertes; de improviso fueron ladridos y
vimos a los perros correr hacia nosotros. Federico y yo bajamos del árbol en el que estábamos encaramados y nos dimos a correr en la mayor velocidad que podíamos, que no era mucha, cargados como estábamos de los limones. Pero aun con los perros rabiando detrás de nosotros sabíamos que no debíamos -no podíamos- soltar esa
preciada carga, que eso era lo que le daba sentido a toda la aventura.
Al llegar a la reja, tiramos las mochilas por encima y comenzamos a trepar, con los perros ya encima. Yo pude subir rápido; Federico, en cambio, se demoró un segundo y uno de los mastines le tiró un tarascón a la pierna, atrapando con sus colmillos el pie derecho. Federico, agarrándose de las rejas, con el pie izquierdo en uno de los soles incaicos que la decoraban, tironeó con fuerza y la zapatilla Marinero se desgarró en el aire. El perro se quedó con la inútil suela de goma entre los dientes y Federico se desplomó del otro lado de la reja, donde lo esperaba yo.
Los dos seguimos corriendo un buen par de cuadras, como si los animales todavía estuvieran detrás. Sólo cuando paramos nos dimos cuenta de que habíamos dejado abandonadas las frazadas sobre las rejas; una pérdida importante, junto con la
zapatilla derecha de Federico; aún así nos sentíamos victoriosos con nuestra carga amarilla, como si fueran de oro.
Nunca sabré porqué al pasar por la casa de doña Loza nos quedamos mirando la puerta en vez de seguir caminando. Como siempre, no hicimos ningún comentario, tampoco intercambiamos la sonrisa nerviosa de otras veces. Federico vació su mochila frente a la puerta y yo me agaché de inmediato, pensando que se le había caído el estúpido tesoro. Pero no, en un instante me di cuenta de que había decidido dejar esa ofrenda y la acomodé con prolijidad en una pirámide, a la que sumé mis limones.
Nos fuimos caminando, Federico rengueaba por la falta de la zapatilla derecha. Y nunca
volvimos a hablar de esa noche.
Blog Librería La Central
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MENCIÓN
AUTORA: GABRIELA MAYER
BUENOS AIRES
EL ESQUIVE
La voz me propone el
juego. Y yo no puedo resistirme. El motor del Ford Fiesta plateado arranca con
un chillido particular. Doy marcha atrás. En una sola maniobra esquivo el viejo
Polo azul estacionado adelante.
Ya jugué otras veces,
pero solo un rato. La voz me desafía. Quiere que hoy juegue hasta el final. Por
suerte tengo el semáforo en verde. Tomo Nazca. Acelero. Atravieso a toda
velocidad el viaducto más largo de Buenos Aires, ese que justo acaban de
inaugurar. A mis costados desfilan los murales convertidos en líneas difusas de
colores.
El auto no puede
parar durante el juego. La regla básica es no poner nunca punto muerto. Esquivo
autos que frenan por luz roja y también los que andan demasiado lento. El
zigzagueo es adictivo. Una vez que se inicia, ya no se puede parar.
Le calculo demasiado
finito a una Suran gris; le toco el paragolpes. Y, tal vez, el guardabarros.
Veo por el espejo que el conductor –pelado, lentes de sol oscuros- acelera, me
persigue. Pero claro que no podrá alcanzarme en pleno desarrollo del juego. La
voz permanece en silencio. Entenderá que recién estoy empezando.
No sé a quién se le
ocurrió hacer estas avenidas doble mano. Es casi imposible agarrar la onda
verde. Cada dos, tres cuadras, me enfrasco en maniobras dificilísimas. Hago
luces. Toco bocina. Y me adelanto a los autos que sí respetan los semáforos. En
pleno esquive, rozo a un Logan gris al cruzar Salvador María del Carril. Apenas
un rayón en el guardabarros. Qué auto no circula con un magullón por la ciudad
de Buenos Aires.
El conductor se baja agarrándose
la cabeza. Después gesticula y posiblemente grita en mi dirección. La gente
exagera mucho. Si te descuidás, se preocupan más por el auto que por sus
propios hijos. Es un pedazo de chapa con un motor. No más.
Al fin doblo por una
avenida mano única. Tengo que pegarme a la bocina. Un viejo con boina, a punto
de cruzar Congreso a paso de hormiga, se detiene. Los peatones son lo peor. Un
auto lo abollás y listo. Pero llevarte puesto al tipo es flor de quilombo. La
voz sigue callada. Seguramente confía en mí.
Ahora, con la onda
verde, tendría que ser todo más fácil. Pero resulta que tampoco están
coordinados estos malditos semáforos. Parece hecho a propósito para
perjudicarme.
Así que otra vez a
adelantarme a los que se paran. Como es mano única, ya no puedo meterme
contramano. Sigo tocando bocina. En un semáforo rojo, con dos autos parados
delante y sin ningún carril libre, no me queda otra que subirme a la vereda. Me
llevo puesto uno de esos tachos de residuos verdes berretas. Si no se rompen
hoy, alguien los romperá mañana. Una vieja con pañuelo multicolor en la cabeza
y changuito da un salto para atrás.
Por Congreso funcionó
bien el esquive. Hasta ahora, que toco un Fiat Palio verde. Apenitas, de
costado. Lo rocé al adelantarme. Feísimo color de auto. La voz reaparece y solo
dice que se lo merecía. La conductora del Palio, un manojo de nervios, se baja.
Qué mal vestida está. Considerando el color de su auto, era lógico. Pero ésta
no, no me persigue. Entre mujeres jamás llegamos a las manos por un incidente
de tránsito. Siempre habrá un respeto mayor que entre dos tipos que manejan.
La que de golpe sí reaparece
es la Suran gris. Viene a toda velocidad. El pelado saca la cabeza por la
ventanilla y me grita. Su paragolpes repiquetea sobre el asfalto.
Calculo que a unas
pocas cuadras está la General Paz. La voz casi nunca estipula hacia dónde tengo
que ir. Si no me habla, voy a tomar para el lado más despejado. Seguramente en
sentido a la Lugones habrá menos coches. No puedo distraerme mucho. El tipo de
la Suran ya está por alcanzarme. Él tampoco para en los semáforos en rojo.
Doblamos; yo primero,
él después. Enseguida nos metemos a la autopista. Tomo la curva pronunciada. Una
maniobra que necesariamente me obliga a reducir la velocidad. Siento dos, tres
empellones de la Suran. Hasta que llego a una recta y acelero a tope. Me meto
en plena General Paz. La Suran ya perdió el paragolpes, pero no su frenesí
persecutorio.
En la autopista el
juego se simplifica bastante. No hay peatones ni semáforos. Solo es cuestión de
encontrar el carril que fluya más rápido. Algún zigzag ocasional. Me lo voy a
sacar de encima. Y a seguir con el desarrollo normal del juego.
La aguja del
velocímetro sube. La luz del combustible se prende por un momento. Ahora se enciende
otra, una jarrita de color naranja. El mecánico dice que no tiene importancia.
La voz me alienta a
seguir, sin especificar hacia dónde. Dice que estoy esquivando bien. Continúo
avanzando a toda velocidad. En un zigzag a la altura de Tecnópolis vuelvo a
calcular mal. Le arranco el espejo a una Ecosport negra de vidrios polarizados.
No para de tocar bocina. El brazo de un traje aparece, amenazante, por la
ventanilla. Típico de empresario en 4x4.
El tráfico se pone denso. El esquive es cada vez más necesario. La Suran está
cerca de alcanzarme. Ya se está haciendo de noche. Lo bueno de la General Paz
es que no tiene peajes. A la altura de Donado tomo la bifurcación hacia el Acceso
Norte. Prendo las luces. No vaya a ser que me pare la policía.
En la curva que
conduce al Acceso toco una moto que trata de pasarme demasiado lento. Las
motos, siempre las motos. ¿No hay un tipo que se suba a una moto y maneje bien?
Por el retrovisor lo veo tirado en el piso. Después se incorpora despacio. A lo
sumo, un raspón. Acelero, la Suran me perdió el rastro. La disyuntiva es tomar
la colectora, sin peajes pero más lenta, o la autopista. La voz sigue sin hablarme.
“La duda es la jactancia de los intelectuales”, decía alguien, no me acuerdo
quién. Así que sin titubear doblo a la izquierda para meterme de lleno en la
autopista.
Las luces, la bocina,
el esquive. Es un juego difícil. Y más en su versión extendida. Pero qué bien
vengo. Ahora se apaga la luz de la jarrita naranja y se prende la de la reserva
de combustible. Me distraigo un segundo, calculando cuánta autonomía me queda. El
auto se desvía apenas del carril. Toco sin querer el guardarrail. Pierdo el
espejo. Tal vez es una maldición que me mandó antes la Ecosport. Tomo el
volante con firmeza, lo enderezo. Creo que tampoco funciona la luz delantera
izquierda. Se habrá arruinado con el raspón.
La aguja del
velocímetro continúa subiendo. Algo me dice que el juego ahora sí está por
terminar. Cómo me gustaría que la voz me hablara más seguido. Pero ella es así.
Aparece cuando quiere.
Se prende otra luz. Puede
ser la del líquido de frenos. Por mirar otra vez el tablero no logro esquivar
al auto de adelante. Es un Peugeot 306, que hace un trompo. La conductora, una
rubia platinada, se aferra con terror al volante. Otra idiota de Nordelta,
seguro. Me adelanto por la derecha. Por el espejo veo que la rubia recupera el
control del Peugeot.
Dejo atrás dos motos
Harley Davidson que van juntas. A una le paso cerca, pero ni la rozo. El
motoquero gesticula hacia mí. Pero si no te hice nada, llorón. ¿Te pensás que
porque tenés esa moto sos el dueño de la Panamericana?
Ahora sí, aparece el
ramal Tigre. Me gusta ir para ese lado. Me vuelco de golpe del carril izquierdo
al derecho. Un colectivo 21 tiene que frenar para darme paso. La voz seguro que
está contenta. Vengo jugando más que bien.
A unos cientos de
metros, distingo las luces del peaje. Me puede hacer perder. Y sería una
verdadera pena. Pero para cada problema hay una solución. Sí que la hay. Y eso
que en este momento aparece otra vez la Suran gris. Se dirige hacia mí a toda
velocidad. Entonces acelero también. No tengo autopass, nunca lo tuve. Ni pienso
comprarlo. Me dirijo a una de las cabinas de pase automático. No hay tiempo de
pensar. La voz está callada, porque confía en mí. Así que no dudo. La barrera
vuela alto luego del impacto, que la corta de cuajo. Y viene a dar en el
parabrisas de la Suran. A cada cerdo le llega su San Martín, grito, feliz.
Casi llegando a Tigre,
el auto tironea. El tanque ya debe estar prácticamente vacío. Tomo la vía
rápida que lleva a la estación y el puerto fluvial. El motor escupe, sin
combustible. Arrimo el auto a un costado.
Bajo del coche a
inspeccionar los daños. Agarro el bidón del baúl. Y empiezo a caminar a la estación
de servicio más cercana, retrocediendo hacia la autopista. Avanzo en sentido
opuesto a los autos, que encandilan al pasar.
Siento mucha sed. Apenas
llegue voy a comprar una gaseosa light. Sopla un viento fresco, que me peina los
mechones de pelo hacia atrás. Me cierro el suéter hasta el cuello. La luna se
filtra, de a momentos, entre las nubes.
La voz reaparece. Me
felicita. Andá a descansar, dice.
Que mañana tenés que
levantarte temprano.
Te toca esquivar hasta
Gualeguaychú.
torresgarcia.com
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