El hombre de los ojos negros, un cuento de Mónica Sacco


El padre Rojas salió del hospital con una sensación extraña en el estómago. Me estoy muriendo.  No tenía miedo a morirse: era el dolor lo que lo asustaba. Mucho. Miedo a no ser capaz de soportar el dolor y pedir piedad y calmantes a gritos. Perder el pudor entre sábanas manchadas con su propios e inicuos fluidos. 

Se sentó en la plaza a observar a los que tomaban sol, jugaban a la pelota o esperaban pacientemente al pie de la calesita. Reconoció a unos cuantos habituales de los domingos, a otros menos de los sábados, y a muchos más que ni pisaban. Eran más los hipócritas entre los habituales que entre los que lo saludaban por la calle nada más que porque llevaba un ropaje identificable. ¿Cuáles se compadecerían de su sufrimiento? ¿Cuántos irían a preguntar por él durante su agonía, en voz baja, de pie junto a la puerta y sin atreverse a sentarse? Él nunca había abandonado a un moribundo. Cierto que tampoco se había sentado: no le había parecido una actitud correcta por parte de alguien con su investidura. Pero ahora, ¿quién se acercaría a recibir su último aliento? La muerte espanta. Sin embargo, la muerte siempre se portaba bien. Aquéllos a quienes él había acompañado se habían ido en paz. 

Y ahora, era él quien tenía miedo de no poder hacerlo. De que el dolor lo enajenara hasta el punto de no poder dejarse ir en los brazos de su amorosa muerte, que lo recibiría como una madre que consuela a su hijo. Su espíritu preparado durante tantos años, insistía en que era sólo un paso más. Pero el cuerpo, ¡ah, el cuerpo!, temía. Se levantó del banco de piedra y emprendió el camino de vuelta a casa. 

— ¡Señor! — una voz infantil lo detuvo.

Hacía tanto que era nada más que “padre” que no había comprendido que lo llamaban a él. El chico tendría unos doce años, la ropa rotosa y sucia; los ojos negros, desfachatados y brillantes. Murmuró una bendición y metió la mano en el bolsillo para darle una limosna. El chico no tendió la mano y miró con altivez la moneda. 

— Ese señor de allá — señaló un bar en la esquina de enfrente —, quiere hablarle. 

Intentó discernir el rostro semioculto por la penumbra del local, pero a esa distancia y con sus ojos cansados, se le hacía difícil. 

— ¿Quién…? — no pudo completar la pregunta: el chico ya no estaba. 

Desde la ventana del bar, alguien le hizo señas con la mano. Cruzó la calle y entró. Nunca había entrado a ese lugar. El hombre se puso de pie cuando él se acercó. Nunca lo había visto, estaba seguro, pero el tipo le sonrió familiarmente. 

— Siéntese, ¿quiere un café? ¿Algo fuerte? Ya sé que usted no toma, pero dadas las circunstancias… ¿Un whisky? — sin esperarlo, le hizo señas al mozo, que dio media vuelta sin hablar y volvió con dos vasos servidos.

— No soy de tomar — dijo el padre con timidez—. Bueno, un poco de vino a veces.

— Le va a venir bien — insistió el desconocido, dándole un buen sorbo a su trago. 

El padre Rojas bebió. Tiene los mismos ojos que el chico. ¿Será el padre? El alcohol le alegró el pecho. No está mal esto, nada mal, pensó y sorbió otro trago. 

— Aunque no me crea, es mi primera vez con el whisky — esbozó una sonrisa triste.

— Bueno, uno se muere una sola vez — dijo el otro—. Hay que probar de todo. 

La frase le sonó rara. ¿No habrá querido decir que se vive una sola vez? 

— Así que no anda bien — atacó el hombre con decisión.

—A todos nos toca — pueblo chico, infierno grande, pensó el padre. Ya saben todos.

— Por supuesto. El asunto es cómo nos toca — insistió su anfitrión. 

Otro trago de whisky lo hizo relajarse en la silla. 

— Disculpe la descortesía, pero no recuerdo haberlo visto antes por acá — dijo el padre mirando a los ojos negros y brillantes. 

— Qué raro, porque ando siempre por todas partes — respondió el otro—. De hecho, nos hemos cruzado en unas cuantas oportunidades, usted y yo.

No podía recordarlo. ¿Será uno de los síntomas del final?, se preguntó asustado. El médico no había dicho nada de pérdida de la memoria. ¿O lo había dicho y…? Desvió la mirada de los ojos burlones y su propio gesto de cobardía lo irritó. 

— ¿Qué quiere? — preguntó abandonando toda cortesía.

—  Ayudarlo.

— Nadie puede ayudarme — retrucó con amargura.

— Para ser un hombre de fe, le queda bastante poca — el otro lo chicaneó.

— No es una cuestión de fe sino de salud. Me…

— Se está muriendo. Y tiene miedo, como cualquier ser humano. ¿Qué se creía, que la sotana era una armadura?

— ¡No le tengo miedo a la muerte! — tragó furioso el fuego líquido del vaso. 

— Le tiene miedo al sufrimiento físico. Es humano. ¿Acaso Cristo no imploró en la cruz? 

La voz le llegó como seda a los oídos. Bebió otro sorbo del whisky que parecía no acabarse nunca. El alcohol se le disolvió garganta abajo con una llamarada reconfortante. “Padre, por qué me abandonaste”.

— “¡Padre! ¿Por qué me abandonaste?” ¿No dijo eso? — dijo el hombre leyéndole el pensamiento.

Sacudió la cabeza. Si el Hijo de Dios había sufrido por toda la Humanidad, ¿quién era él para implorar no padecer? Bebió como si beber le ahogara el miedo. 

— No podía evitarse — murmuró sin apoyar el vaso. No temo morir. Le temo a la iniquidad del dolor. A avergonzarme del dolor.  

— Yo puedo ayudarlo — la voz era insistente, apremiante y llena de promesas. 

— ¿Cómo? 

— Una transacción.

Miró a su interlocutor directamente a los ojos por primera vez. Pozos insondables. Creyó ver aletear en ellos su propia estéril esperanza. 

— No tengo nada que ofrecer — murmuró.

— Sí que tiene. 

— ¿Me va a comprar el alma?— restalló con osadía etílica.

—¿Quién quiere comprar almas? — el otro largó una carcajada estentórea. — ¿En qué bolsa cotizan, en la del Vaticano? ¡No sea ridículo!

La respuesta lo desconcertó.  Me parece que estoy haciendo un papelón.

— Puedo ayudarlo, hablo en serio. Tiene precio, por supuesto, pero usted puede pagarlo.

— Hable.

El hombre habló. Quería la reliquia. Tenía gente que pagaba muy bien. A cambio, le ofrecía la oportunidad de no sufrir. Sacó una valijita de debajo de la mesa. Morfina. Dopamina. Opio. Sería un final bello y elegante. Podría arreglar sus asuntos y elegir el momento. Lo encontrarían dormido en su propia cama, con su dignidad intacta. 

— Es suicidio. Pecado mortal — balbuceó el padre. Bebió un trago y después otro, y otro más.

— Entonces use la morfina para no sufrir. No querer sufrir no es pecado mortal, ¿no?

El padre Rojas miró al hombre de ojos negros largamente. Sonaba tan razonable.

— Si se decide, ya mismo puedo hacerle una entrega. Le va a durar un mes, más o menos. 

El padre asintió con los ojos cerrados.

Un mes después, el hombre de los ojos negros leía las noticias policiales en el bar frente a la plaza. El padre Rojas se había suicidado en el calabozo donde estaba detenido,  en medio de un escándalo por tráfico de drogas. Gracias a una denuncia anónima, se habían encontrado importantes cantidades de morfina y otros narcóticos en la vivienda del sacerdote y en un escondite en la sacristía. En el cuerpo del occiso había rastros de droga. El médico de cabecera del padre hacía un mes que no trabajaba en el hospital zonal, pero su reemplazante respondió telefónicamente a los periodistas: de la historia clínica del sacerdote surgía que estaba en perfecto estado de salud. No había ninguna indicación sobre la adicción, aunque bien podría tratarse de un caso de secreto profesional. 

La desaparición de la reliquia de la época de la conquista española fue incluida en la causa como prueba de que el padre Rojas la había usado para pagar por los narcóticos que consumía. Algunos miembros de la parroquia testimoniaron a la prensa lo extraño y desmejorado que habían notado al padre en los últimos tiempos. 

El hombre tiró el diario en una mesa, levantó el maletín y salió. Miró hacia la iglesia y haciendo un gesto obsceno con la mano, murmuró:

— Cobarde. 





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