Mi hermano Walter de Samanta Schweblin * Club de Lectura julio
Mi hermano Walter está deprimido. Lo visitamos con mi mujer todas las noches, cuando
volvemos del trabajo. Compramos algo de comer -le gustan mucho las papas fritas con
pollo- y le tocamos el timbre alrededor de las nueve. Atiende y pregunta:
-¿Quién es...?
Y mi mujer dice:
- ¡Nosotros!
Y él dice:
- ¡ah...!, y nos deja entrar.
Una decena de personas lo llaman por día para ver cómo está. Él levanta el tubo con
esfuerzo, como si pesara una tonelada, y dice:
-¿Sí?
Y la gente habla como si mi hermano se alimentara de estupideces. Si le pregunto quién es,
o qué quieren, él es incapaz de responder. No le interesa en lo más mínimo. Está tan
deprimido que ni siquiera le molesta que estemos ahí, porque es como si no hubiese nadie.
Algunos sábados mi madre y tía Claris lo llevan a las fiestas de adultos del salón, y Walter
se mantiene sentado entre cumpleañeras cuarentonas, despedidas de solteros y recién
casados. Tía Claris, que siempre le busca el lado esotérico a las cosas más simples, dice que
cuanto más deprimido está Walter más feliz se siente la gente que está alrededor. Esto es
una verdadera estupidez. Lo que es verdad es que desde hace unos meses las cosas en la
familia están mejorando. Mi hermana finalmente se casó con Galdós, y en la fiesta mi madre
conoció, en un grupo de gente que bebía champagne y lloraba de la risa en la mesa de mi
hermano, al señor Kito, con el que ahora vive. El señor Kito tiene cáncer, pero es un hombre
con mucha energía. Siempre está bien dispuesto y es atento con mi madre. Es el dueño de
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una cerealera, y amigo de la infancia de tía Claris. Galdós y mi hermana compraron una
granja, lejos de la ciudad, y empezamos a tomarnos la costumbre de juntarnos ahí los fines
de semana. Mi mujer y yo pasamos a buscar a Walter el sábado a primera hora y para el
mediodía ya estamos todos en la granja, esperando el asado con una copa de vino y esa
felicidad inmensa que dan los días de sol al aire libre.
Un único fin de semana faltamos hasta ahora, porque Walter estaba engripado y se negaba
a subir al coche. Sentí que debía avisar al resto que él no vendría, entonces empezaron a
llamarse entre sí, planteando si valdría o no la pena reunimos sin él, y para la hora en la que
Galdós empieza a servir el asado ya todos habíamos renunciado a la salida.
Ahora tía Claris sale con el capataz de la granja y somos pares en la familia, menos Walter,
claro. Hay una silla cerca de la parrilla, que él eligió el primer día que lo llevamos a la
quinta, y de la que no se levanta. Quizá le gusta porque siempre está a la sombra. Tratamos
de mantenernos alrededor, para animarlo o hacerle compañía. Tratamos de hablar de temas
más o menos superficiales, siempre con optimismo. Mi hermana y mi mujer, que se llevan
de maravilla, comentan para todos las novedades de la semana. Y siempre hay ocasión para
felicitar a Kito por los alentadores resultados de su tratamiento contra el cáncer, a Galdós
por la creciente rentabilidad de la granja, y a mi madre porque, simplemente, la adoramos.
Pero el tiempo pasa, y Walter sigue deprimido. Tiene una expresión fetal, cada vez más
triste. Galdós trae a la granja a un reconocido médico rural que enseguida se interesa en el
caso de Walter. Pide una silla y se sienta frente a él. Pide intimidad y los dejamos solos un
rato. Esperamos bajo la galería de la casa. Conversamos con disimulo, con nuestros
aperitivos en la mano, hasta que el médico regresa de la sombra. Se lo ve conforme, seguro
de sí mismo. Le digo que se ve joven, estupendamente bien, y él dice de mí lo mismo. Dice
que Walter necesita tiempo, pero tiene fe. Así que el médico nos cae bien. Nos consultamos
por teléfono en la semana y todos acordamos en que parece un gran tipo, y lo invitamos a
la granja con más frecuencia, para afianzar el tratamiento de Walter. No nos cobra nada. Su
mujer viene también, charla con mi mujer y mi hermana, y acuerdan verse en la semana en
el centro, para ir juntas al cine o al teatro. Entonces el médico rural, Kito y Galdós, charlando
amenamente alrededor de Walter, fumando y comentando tonterías para animarlo un poco,
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tienen una gran charla de negocios, y emprenden juntos una nueva línea de cereales, bajo
la firma de Kito, pero en la granja de Galdós, y con una receta más saludable en la que el
médico trabajó varias semanas. Yo, sumado al proyecto, tengo que estar en la granja casi
todos los días, así que cuando mi mujer queda embarazada nos mudamos también a la
granja, y nos traemos a Walter, que prácticamente no opina sobre los cambios. Nos alivia
que esté acá con nosotros, verlo sentado en su silla, saber que está cerca. Los nuevos
cereales se venden muy bien y la granja va sumando empleados y compradores mayoristas.
La gente es amable. Todos parecen estar muy conformes acerca de cómo hacemos las
cosas y el precio que ponemos por ellas. Confían en el proyecto. Nos mueve una energía
optimista que sigue teniendo sus momentos de esplendor los fines de semana, cuando el
asado cada vez más concurrido de Galdós empieza a dorarse en las parrillas y todos
esperamos ansiosos con las copas en la mano. Estamos haciéndolo bien. Y ya somos tantos
que casi no hay un segundo en el que Walter se quede solo. Nos alivia saber que siempre
hay alguien disputándoselo. Peleando la silla que el médico dejó junto a él, en la sombra,
con la responsabilidad de alegrarlo, de contarle buenas noticias, de hacerle ver lo feliz que
cualquiera de nosotros puede llegar a ser si realmente se esmera en eso. La empresa crece.
El cáncer de Kito al fin queda erradicado y mi hijo cumple dos años. Cuando lo dejo a upa de
Walter mi hijo sonríe y aplaude, y dice:
«Soy feliz, soy muy feliz».
Tía Claris viaja con el capataz. Un tour por el mediterráneo europeo los entretiene dos
meses. Cuando vuelven se sienten muy unidos a mi hermana y a Galdós, que vienen de las
costas mexicanas, y se pasan las tardes intercambiando fotos. Van al casino algunas veces,
y cada vez, ganan mucho dinero. Así hacemos nosotros las cosas. Con el dinero, y
asesorados por el intendente, fundan una sociedad y compran cereales de la competencia.
Para año nuevo la empresa invita a casi todo el pueblo que rodea la granja -porque ya
prácticamente todos trabajan acá-, y a los mayoristas, y a los amigos y a los vecinos. El
asado se hace a la noche. No hay que traer nada, tenemos todo para dar. Una banda toca en
vivo ese jazz de los años treinta que te hace bailar hasta sentado. Los chicos juegan con las
guirnaldas, enredando las sillas y las mesas, riéndose de todo.
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Yo hace tiempo que aparto cada tanto a mi hermano, o busco un momento en el que
estemos tranquilos, y le pregunto qué le pasa. Él mantiene su silencio, pero deja
automáticamente de mirarme a los ojos. Pienso que es difícil preguntárselo ahora, porque
ya son las doce en punto y con el brindis tiramos fuegos artificiales, de esos que iluminan el
cielo entero, y la gente grita y aplaude, y pide más. Veo a Walter sentado en su silla, la
espalda de Walter, y a mi hijo pasar corriendo junto a él, arrastrando su guirnalda. Entonces
la pierde, se le cae. Enseguida se da cuenta, y vuelve para buscarla. Algo más pasa: Walter
se inclina hacia el piso y la levanta. Su movimiento me resulta insólito, me impide moverme,
o decir nada. Walter mira la guirnalda y por un momento todo me parece confuso. Gris. Es
solo un momento, porque enseguida mi hijo se la quita, y regresa corriendo hacia su madre.
Pero me tiemblan las piernas. Casi siento que podríamos morir, todos, por alguna razón, y
no puedo dejar de pensar en qué es lo que le pasa a Walter, en qué es lo que podría ser tan
terrible.
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