Beya (Le viste la cara a Dios) / Gabriela Cabezón Cámara

Gabriela Cabezón Cámara 
Ilustrador Iñaki Echeverría 
Eterna Cadencia 2013



“Durante las cortas noches en las que nuestros
cuerpos se empeñaban en revivir -oscuramente,
con una esperanza tenaz y carnal que la razón
desmentía en cuanto había amanecido-.”
Jorge Semprún, La escritura o la vida.

I
Si el fin del torturador es provocar la presencia absoluta del que tiene atado para sojuzgarlo entero con laceración y dolor, el objetivo del torturado es tomarse el palo, irse de ahí, partir del cuerpo que pierde el aliento a manos de otro, amatambrado de sogas y en mazmorra sin salida: si a matasiete el matambre, a vos el resbalar en tu sangre y en los charcos de la leche que te ahoga y que te arde. Querés partir y dejar atrás la mazorca, el ardor colorado de sus dientes amarillos y tu esfínter hecho un volado de broderie de tomate, ay, si pudieras esfumarte en un abrazo celestial y no sentir las trompadas ni que te queman con fasos ni esa contracción que duele, la de cada célula tratando de blindarte para que no te entren ni arando. Pero te entran y te aran y te querés ir a la mierda: dejar el cuerpo escorado, dejar el hueso partido, dejar la sangre que late en cada hematoma nuevo y olvidar las convulsiones que te sacuden también. Escuchá la armonía cósmica, el canto de las estrellas, la luz blanca que te llama en la puerta de salida del más, más y más allá, las antípodas de acá, desde donde oís la voz que, suave, te llama «vení hija mía», después de decir tu nombre, olvidá el «Beya durmiente» que te pusieron acá, en este antro nauseabundo el día que siguió a la noche en que te ataron las manos y después te recogieron para enseñarte el laburo. Te enguascaron, te domaron, te peinaron para adentro y te hicieron el ablande: ahí aprendiste a los gritos nuevo nombre y apellido y te hicieron pura carne a fuerza de golpe y pija y así empezaste a saber que en el centro de ese antro lo que sos iba a ser muerto como restos de un puchero arrojados en la calle y el nombre de cada cosa enfermo de podredumbre desde el suelo del bautismo que te dieron el Rata Cuervo y sus amigos, los rufianes del Sabor, el puticlub de Lanús donde conociste a Dios. Si te dejaran pensar en algo más que el final de esa paliza continua, pensarías que la tortura tiene diccionario propio: te arrancaron tus palabras y te metieron las de ellos, tan dolorosas y sucias como el mar de miembros punzantes que te sacuden ahora como a un barquito un tsunami, pero no pensás, sólo ansiás esa voz dulce y dejar atrás la poronga que te barrena la concha, tan lastimada ya que sentís esa fricción como se siente un bulldozer desalojando un terreno: crujen los ranchos y carros y se fisuran los huesos de las madres y los padres, de los hijos, de los primos, de los vecinos solteros y de los perros, los gatos y caballos muertos de hambre.

Querés irte. Bien que hacés, así es todo torturado: querés un alma que pueda vivir tu vida en las alturas, querés fuga y bilocación, un espíritu que sepa estar en otro lugar, muy lejos más sin morirte, vos querés desdoblamiento cual místico en viaje astral y cantar como San Juan la noche oscura del alma, «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado», y si él escribió azucenas no es que fuera un pelotudo, es que escapaba de un claustro y una ortodoxia caretas y por aburridas que fueran se parecían más a flores que tu camilla de puta de puterío bonaerense. Ya habrá una flor para vos, vas a ver que no te miento, pero además de un alma vas a querer a un Dios, porque todo torturado quiere como San Juan ir con Él, el amado, en un trance espiritual, ya que no hay cuerpo que pueda con la tortura constante: querés el milagro, la transubstanciación ahora, para que coman y beban de tu cuerpo como te comen y beben, pero si hay que ser banquete, que tu cuerpo sea una hostia, una muñeca, una estampa, cualquier cosa menos vos, porque estas hienas carroñeras con sus garras y colmillos te lastran en fiesta eterna dejándote casi cadáver.

Fiat alma y listo, está hecha, y ahí lo tenés a Dios padre todopoderoso y te lo armás con lo poco que aprendiste en catecismo y con las cosas bonitas que te acordás de tus viejos, te unís a Dios, el amado, aunque si Él fuera, sería la causa motora de cadenas y trompadas y de cada violación, pero estos no son trances para hacer filosofía y aún si tuvieras cabeza para algo más que sufrir, aun así, hoy lo querrías a tu Dios con síndrome de Estocolmo y qué sería del síndrome sin su padre o sin su madre, no se sabe, eso no lo sabe nadie: Estocolmo empieza en casa y si no hubo madre o padre, habrá habido algún tutor, adoptante o encargado que cumpliera esas funciones y no parece nada hoy, pero la tortura lleva a la primera trompada, la del origen te digo, el síndrome del origen. Te explico para que sepas que infantiliza y aniña y se conoce o se vuelve a ese primer baño sueco, el del chico re apaleado por quien le da de comer, el que lo lleva a colegio y si hace frío le pone una frazada en la cama, y es lo que querés ahora: que te extiendan la frazada y pensar que a la mañana te llevarán a la escuela. Pero no, no way José: la paliza es lo que aniña. La droga del cafishio aniña. La caricia del cafishio y las sogas del cafishio aniñan y así estás vos, como una nena que duerme para que la paliza pase, pero no sos una nena y bien sabés que mañana no va a venir tu papá con tostadas con manteca ni leche con chocolate, eso sí sabés que no, que no lo hace ni el Dios al que le rezás día y noche con lo que te queda sano del seso medio hecho mierda por hemorragias internas, le rezás como una nena porque no te queda otra y le pedís a tu Dios «como el niño que recibe el castigo de su padre y en medio del sufrimiento tiende los brazos hacia él para buscar el consuelo. Y, abrazado a su padre, se intensifica el dolor» y si le rezás a Dios sin pensar que bien sabrá lo que te están reventando y no le alcanza padre nuestro para mandarte un milagro es porque al rufián mandamás, alias Cuervo, Trueno y Rata, vos no querés abrazarlo cuando te acaricia después de golpearte y usarte de cenicero para apagarse el cigarro, eso no, no va a pasar, vos no lo vas a querer a ese cafishio asesino: te encomendás a Jehová y odiás a ese hijo de puta que te está cogiendo a palos por hacerte la boluda, mogólica Beya durmiente, dice y grita y te pega fuerte, ya vas a ver, puta tonta, acá dormís si yo digo, aúlla y pega más fuerte, furioso como un tirano porque te quedás dormida hasta cuando estás parada y cogida y bien cagada a piñas porque ese es tu modo de ser la torturada que vuela y dice que él te va a enseñar a estar despierta putita y se sacude con saña encaramado a tu ojete garchándote con un pico, cava a los golpes, rompe, desgarra, mezcla sangre y mierda y cuando se ve los huevos color rojo amarronados, dice que ya está y le da paso a la vieja bruja Medina, que te inyecta merca, Beya, y te trae de regreso como si con la mano y con un solo tirón te colgara de la red de venas, vasos y arterias y te tuviera agarrada como a una marioneta para tupacamarizarte con su potro de tormento desde el mismo corazón, vos sabés lo que te digo, a la bruja hija de puta le encantaría si se le ocurriera cómo hacerlo sin matarte, no te mata porque sos su hacienda y le rendís viva, le rinde tu kilo en pie o mejor dicho en cuatro patas y eso tiene desventajas aunque ella fanfarronea con sus amigos diciendo que sus putas rinden más que las vacas del estanciero más poronga de sus clientes. Le gustaría matarte si no le gustara más hacer guita con tu carne, pero ay, si no fuera así, como gozaría ella metiendo sus propios dedos y hundiendo sus propias uñas en tu pobre corazón y algo así hace con la frula, te estrola, te avería más, te bardea hasta la pobre alma que te inventaste para irte a los brazos del buen Dios. La blanca te agita mal sacudiéndote la sangre y apretándote las venas, la sentís como si cien terroristas suicidas te hubieran boqueteado el orto y se fueran estallando en cada órgano de tu cuerpo hasta que te lo transforman en un envase abollado, un tanque de acero vacío donde lo único vivo parece ser la red de nervios ardiéndote en un aullido y ese corazón rompiéndose, con sus díastoles y sístoles de bombardeo japonés y sus saltos desquiciados de taquicardia cebada, así te trae de vuelta a la escena de tortura esa bruja chupapijas reciclada en regenta hija de puta y te multiplica por mil a las penas que te infligen, como el Cristo con el vino en las bodas de Canaán, con cada latido merqueado te hace volver al horror, pero no es el mismo, muta, porque es un monstruo que cambia, como un transformer del mal, bien que lo saben el Rata y la vieja mal parida que aprendieron con su cuerpo que cualquiera se acostumbra a cualquier mierda constante: ellos están ahí todo el día.

Lo que permanece igual termina siendo un hogar, hasta en Hiroshima habrá habido quien se quedara viviendo una vez que pasó el calor de la explosión de los yanquis, en la misma radiación de después del estallido habrá lo que siga viviendo aunque sea con dos cabezas, tres piernas o, Dios no quieras, tres porongas o diez conchas, pero sin irme tan lejos, lo que quería decirte es que también se vive ahí, donde ni un yuyo se yergue: de un golpe te estalla el tímpano y ni siquiera sentís ese moco amarillento que te baja de la oreja porque te merma el estruendo y nunca más escuchás medio carajo de nada: te queda un oído solo y un silencio en la mitad de la cabeza aporreada, mejor, no querés oír más el quilombo de la cumbia noche tras noche de infierno y acá no te va a servir todo el piano que aprendiste de mano de mamá en tu infancia de nenita de clase media de pueblo. Serás Houdini o Kill Bill o si no no serás nada, porque el degüello se viene poco más tarde o temprano, cuando no les des más guita, pero lo que importa ahora, y lo digo por tu bien, es que te siguen queriendo por todos tus quilos vivos de carne suave y latiente y ahí te podés parar para irte con alma y cuerpo de ese matadero infecto, como bien puede encontrar un punto de apoyo el pie al borde de un precipicio, porque todo es relativo y lo sabés sin pensar, cuando te aliviás hundida en pura mierda porque creíste sentir piedra en la planta del pie y vos también te volvés medio transformer, ay, Beya: estás verde, te creés un cactus, te delirás aloe vera, te guardás la savia de odio en tu carne tumefacta, sentís crecer las espinas que alejarán a los dientes de los chacales cagados de esas arenas del orto, le das tus hojas al sol que te abrasa como el fuego a los injustos en el juicio del Señor y te aferrás con los pies como raíces de planta de médano en el Sahara en un esfuerzo botánico, de voluntad vegetal que no mide viento ni ingravidez del suelo porque cayó donde pudo y la caída en la tierra es un hecho irreversible en la vida vegetal.

La merca te hace volver como si fueras un disco en las manos de discóbolo: el alivio del momento en que quedás congelada atrás del cuerpo potente se quiebra con el envión que te estrella, con un solo movimiento, contra la pared más dura, la merca es en la cabeza hasta que deja de ser y ahí sí que van a doler cuerpo y alma y no habrá pies, todo es paliza y paliza y el dolor multiplicado y todo vuelve a girar, te desayunan con whisky en el puticlub de mierda, porque la tortura ahí adentro no termina ni se acaba como no se acaba nunca la cosecha de mujeres y eso te lo hacen saber, no te vayas a olvidar, que ellos te pueden pasar a degüello como a un chancho y filetearte después como si fueras jamón. Súbitamente entendés que mejor hacés creer que ya estás muerta y entregada como novia al Cuervo Rata, no sabés cómo sabés porque no estabas ahí cuando te dieron la clase, el cuerpo aprende solito aunque el alma esté en los brazos de Dios o la Virgen Santa entre los arrobadores coros de los entes celestiales, y tu pobre cuerpo, Beya, se encuentra sabiendo posta, con certeza iluminada, que lo mejor es fingir y sofisticás la ausencia. Ya no te dormís parada, estás lista para un óscar por tu representación de víctima seducida. Les pedís perdón a todos, al Cuervo Rata, a Medina, les decís que merecés que te caguen bien a palos, le jurás amor al Rata, le rogás por más paliza, decís que lo harás famoso porque le das a los tipos los polvos más memorables de toda la zona sur y al final pedís más clientes porque quiero darte más papá, pedís golpes y castigos y pedís parirle mil hijos para que pueda venderlos en el mercado ilegal, te via llenar de chinitos si me metés esa verga hasta llenarme de guasca como si fueras el toro con las mayores cucardas de este año en la Rural y yo cada una de las vacas que se tiene que montar tu destino semental para darle mayor gloria a nuestro ser nacional. También le pedís más whisky, si se puede llamar whisky al veneno que te dan, y cuando te meten merca tratás de que se te quede alojada en la nariz y te la soplás con los mocos el minuto que te dejan quedarte sola en el baño.

Hacés arte de tu ausencia: aprendés a aparentar que estás ahí toda entera, contraés y dilatás la concha a ritmo de orgasmo y es con esa succión que acelerás la mecánica del polvo de los cretinos que te horadan como si fueras una huerta en tierra dura y ellos arando afilado, como si te sembraran soja, como si lo que quisieran fuera sacarte petróleo oro, a veces fallás, gritás porque te duele o para que no te duela, para prevenir el golpe, pero un grito fuera de tempo en el antro no molesta ahí no se lleva el compás, ahí nomás se calientan con alaridos al fuego y vos ya lo sabés bien aunque no te des cuenta cómo porque apenas si lográs pasar de un momento a otro en base a una combustión lenta hecha de leche, de palo, de merca y whisky, no te acordás cómo fue pero sabés y gritás y les pedís más y a veces te sorprendés un poquitito habituada: durante algunas semanas apenas te lamentás porque te tocó ser puta en la puta era del viagra, siempre pueden, quieren más y te maceran la carne a fuerza de garrote y guasca como si te estuvieran preparando para meterte en el horno y comerte una vez reblandecida, como si fueras un corte de nalga de buey bien viejo y ellos fueran una maza que te vuelve de ternera, pero resistís, estás violeta, azul, un poco verde, con marcas de mil mordidas y con tajos de uñas duras y con el orto y la concha ya casi deshilachados como si fueran el tronco que usa un puma de montaña para afilarse las garras, así y todo todavía estás con la táctica que aprendiste en el abrazo de Dios que si bien no fue mujer algo aprendió del dolor claveteado en los dos palos hasta morir asfixiado. No hacés lo mismo que Él, no se puede pedir tanto, lo que podés es cuidar a tu odio como si fuera un bebé recién nacido o un jardín muy florecido en el medio del desierto. Es que esto no hay que olvidarlo: en la peor de las mazmorras se puede amar al que pega y eso es peor que darle el propio espíritu al diablo. La línea que hay entre actuar y hacerse parte es finita, ambigua, jodida y hacerse parte es lo mismo que estar muerta estando viva: mejor cultivás el odio cual orquídea delicada, le das la teta al bebé que inventaste a latigazos y que tiene ojos amarillos como las infecciones que sufrís en medio cuerpo y que lleva en las mejillas esas llagas purulentas que te parten de dolor cada vez que trabajás, y trabajás demasiado. Te hace acordar el nonato a la saga Pesadilla y jurás ser Freddy Kruger y si te gusta el bebé es porque sabés muy bien cuánto se parece a vos porque el monstruito está hecho de todo lo que te duele y cuando llegue a su término la asquerosa gestación, te van a nacer diez púas en las puntas de los dedos. En eso pensás ahora: en púas, en facas, caños, en todos los fierros pesados que viste en tus años de vida y sobre todo soñás con la automática halcón del oficial bonaerense que viene todos los viernes a cogerte por el orto y dice te gusta putita, es lindo, mientras te aplasta con sus ciento veintidós kilos de grasa hirviendo montados arriba tuyo en pose de perro idiota y te asfixia con el ácido que emana como un cadáver y que se te pega al cuerpo como bomba de napalm, porque suda y suda el cana y si pensás en el gordo pata negra es para acordarte bien que podés irte muy lejos si lográs estar despierta a pesar de los venenos. La única puerta es el odio y no tenés otra leña para echarle a la fogata que los mismos latigazos que te desmayan a diario, pero seguís, el odio te mantiene viva. Y los brazos de tu Señor, que después de todo es el mismo que creó la bestial Ley del Talión.

Estás escondida ahí, en el jardín de tu odio, y según pasan los días crece la planta feroz y fingís estar a gusto como lo haría una reina en un mitín de mineros y aunque acá son zorros viejos te creen cada vez más. Empieza el Rata cafishio a alternar sus muchas piñas con algunos regalitos y vos te caés a sus pies como novia enamorada y aprovechás y almorzás carne de vaca de veras: sabés que necesitás hierro para agarrar bien el fierro, como te enseñó tu padre en el Tiro Federal. Comés bifes y hasta postre y cuando terminás el flan que te ganaste arrastrándote a los pies del Rata Cuervo, te metés en un rincón hecha un bollo cual gato enfermo, como si pudieras así construir más mismidad, la que quisieron quitarte a palazos y a pijazos. Ya no preguntás por qué te pasa esta mierda a vos, que estudiabas, trabajabas y hacías voluntariado en el hospital de niños del barrio de las afueras: escapar es más urgente que ahondar en la metafísica porque si no te escapás te vas a transformar en zombie como son tus compañeras que parecen muertas vivas con sus lentes de contacto de colores fluorescentes y con la merca en la venas y llenas de lastimaduras en la carne que no sienten.

No te vas a acordar de esto, pero te los cogés a todos. Les mentís el entusiasmo y tratás de subirte arriba que desde ahí duele menos pero así te transan pocos. La cuestión es que te garchan el Cuervo Rata y amigos, más el juez, los policías, el cerdo gobernador y muchos clientes civiles van pasando de a uno en fondo. A veces te la dan de a dos, pero por suerte ya no la patota entera, el límite lo puso el Rata desde que creyó en tu amor. Uno te acaba en la boca y el otro te rompe el orto. Empujándote los dos como para dejarte chata, como hacías vos cuando nena, que ponías moneditas sobre las vías del tren, te fornican y te aplastan para que no te quede más ninguna interioridad, hasta hacerte reventar cualquier burbuja de vos que te pudieras guardar, hasta dejarte hecha sólo carne calentita y plañidera.

Pero, Beya, esa leche que te arde como picana se la das a tu cachorro y a tu flor y te crece fuerte esa burbuja de vos, porque, y ahora tenés la certeza, el odio puede habitarse, como se habitan también la adicción y la paliza cuando no hay más techo que ésos. Pero necesitás tener fuerza y no siempre la tenés, querrías irte de vos, darte al cafishio de veras o dejarte morir adentro de tu cama de sábanas almidonadas por asquerosas simientes y pasar a ser sólo cuerpo, sólo vida lastimada como un musulmán en Auschwitz.

Pero no podés, no te dejan, el puticlub no te quiere ni momia ni musulmán, necesita que conserves músculo entre hueso y piel, que puedas fingir orgasmos y contestar si te hablan, que sepas decir pijadura, más, que grande que la tenés y sonreír y gritar.


II
Presa sin saber dónde y sin ver la luz del sol, casi ciega, casi sorda y casi descerebrada sos el centro de atracción, la puta más cara del antro y retemblás con pavor como la tierra partida en casos de terremoto, pero este, el de tus entrañas, no tiene nunca un final sino descansos escasos que usás para auto-ovillarte y cantar tus oraciones como mantras, las elegiste por algo pero ya no importa más que el ritmo que les ponés, como de canción de cuna cantada por un bebé que se duerme solo. El ovillo, que es la posición fetal, es la postura adecuada para los deshilachados: se toma cada hilo de ser y se junta con los otros: por eso se ovillan las putas y se acurrucan los chicos después de que les pegaron y por eso no permiten en los campos de tortura, con cadenas en muñecas y tobillos, que se abracen a sí mimos los pobres despojos humanos que hacen de los reclusos.

Igual ya casi no sufrís: lo ves todo muy de arriba, ahí está tu cama, ahí tu cuerpo abajo de otro, ahí tu garganta aullando, ahí abajo y desde ahí o más bien desde allá arriba, lo único que te une a vos es una línea de plata, hecha de una lucecita débil, algo así como un cordón umbilical evanescente que apenas brilla, una promesa, un puente, como aquello que, vos creés, puso Dios para tengas la certeza iluminada de que alguna vez serás nuevamente soberana de vos misma: voy a ser dueña de mí, te prometés, y le rezás a San Jorge: «Oh, poderoso San Jorge, oh guerrero noble y bueno, dale una mano a tu sierva y ganame esta batalla. Defensor de las causas justas, matador del dragón rojo, dame tu espada implacable, mandame diez mil soldados y aplastá a mis enemigos que son fuerza de Satán. Oh, luchador del bien, que sea el brillo de tu espada la luz que corte lo oscuro del puticlub de Lanús. General de mil batallas, ahora te estoy invocando. Hasta la victoria siempre. Amén.»

No sabremos si es milagro. Pero rezás y rezás y a veces te escucha un cliente. En general se calientan porque se sienten guerreros que están violando a una monja, algunos te dejan seguir y otros te dan dos bifes así aprendés a callarte. Pero hoy le rezás a San Jorge y te escucha el teniente López, que está, y por eso sabés que es viernes, aplastándote contra el colchón como si fuera a alisarte para después enmarcarte cual cuadro en una pared, el teniente te lamina cada vez que te fornica, pero esta vez te escucha, para, se sale, se acuesta el costado tuyo y te muestra la medallita que lleva prendida al cuello. Es San Jorge que desde el caballo le mete lanza a un dragón que se desmaya a sus pies, a las patas del caballo para hablar con precisión. Te mira a los ojos el cana y te ponés a llorar y empieza a rezar con vos. Trepa otra vez a tu espalda y desde ahí te cuenta bajito que esa medalla se la dio en su lecho agonizante su pobre y buena mamá que antes rezaba por él para que no ligara tiros en ningún operativo y que le dejó al santo para que lo cuidara bien en cada paso que diera en su deber de oficial. Y vos le decís que también necesitás de cuidado y que extrañás a tu vieja. El te dice que don’t worry, que San Jorge te acompaña y que de ahora en más también el oficial bonaerense Ramón López Arancibia. Y no dijo nada más. Y terminó despacito. Y esa vez vos lo quisiste y te quedaste ahí abajo y el gordo se transformó en un oso de peluche y en refugio de montaña en medio de la nevada. El teniente se dio cuenta y, sorpresas te da la vida, se sintió muy conmovido.

Antes de irse sacó de adentro de la visera de su gorra de oficial una estampita en colores del mariscal celestial ensartando a la bestia negra y te la puso en la mano, que cerraste, con santo adentro, y enseguida te ovillaste, ahora mucho menos frágil porque tenés cosas tuyas: además de Dios y el odio, la flor y el bebé imaginarios, sumaste a tu patrimonio la figurita en el puño y la promesa que viste en los ojos de Ramón.

Y fue pertrechada así que desde de la podredumbre del puticlub de Lanús viste la cara de Dios. Se la viste bien de frente y por eso podés contar que la tiene blanca y radiante. Pero no como una novia. Ni como una heladera nueva, ni como la cocaína, ni como tu vestido de quince, ni como los litros de leche que tragás cada jornada, ni como el blanco del ojo, ni como un glaciar gigante, ni como la espuma que eriza a los mares de la tierra, ni como los fantasmas, ni como la nieve eterna en las cimas más alzadas, ni como las fotos de los días luminosos en la Antártida, ni siquiera como los ríos Don y Chir durante el invierno del 43 en Stalingrado. La cara de Dios es blanca y radiante como ninguna otra cosa, como la suma de todas las cosas buenas de la vida: refulge como refulgen los instantes de felicidad o como refulgirían, cómo, si se los supiera eternos, como un abrazo perfecto que salva de todo mal, como el sol de la playa en enero cuando eras una nena, como la justicia justa, como los rayos que atravesaban las persianas de tu cuarto a la mañana, como lograr entender lo que es arduo de entender, como la cerca que Tom Sawyer le hizo pintar a sus amigos en el primer libro que leíste entero, como la bala que soñás para el cafishio, como esta inspiración larga que te está cantando, como la primera mordida que le dabas a las tortas que te hacía tu mamá cuando llovía eninvierno, como poder, como poder lo que quieras, como jugar en el jardín de la casa de tu mejor amiga, como las bolsas de nylon negro que les pensás dejar de vestidito a tus clientes, como la primera vez que te acostaste con un chico y te gustó tanto que sentiste amor, como aplastar a los malos y sentir cómo les crujen los huesos y les rechinan los dientes, como el primer faso, como los bailes con sus luces de colores, como cuando te salió el vals de Strauss entero sin errores en el piano, como bailar ese vals con tu papá, como el fuego para los infieles en el infierno, como los paseos en barco entre las islas, como el cansancio de después de las clases de karate, como andar en bicicleta, como las clases de griego que estabas empezando a tomar en la facultad justo cuando te cazaron, Beya, desfila tu vida en fotos hechas de la luz de tu cabeza, pero hay una que no ves, es la de tu cacería, a esa la dejás pasar, no puede ser parte de la cara de Dios, como no pueden ser parte las cosas que hace tu cuerpo ahí abajo, lo ves desde tan arriba, lo ves chiquito y de cualquier modo es horrible, aun desde esa luz tan lejana, «¡más qué tranquilas yacen todas las cosas en la luz!, ¡con qué libertad se respira!, ¡cuántas cosas sentimos debajo de nosotros!» pensás con palabras de otro, pero quién piensa ahí arriba con palabras de este mundo y a quién carajo le importa quién fue el autor de la cita, no importa ahora, estás viéndole la cara a Dios y cuando mirás para abajo el horror te deja fría, no sentís nada y eso que ves ahí abajo no puede ser la cara de Dios, aunque por algo habrá escrito el profeta Malaquías: «¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién es el que podrá mantenerse en pie en su epifanía?», porque no lo sabés hoy pero te vas a enterar de que lo que te está pasando es como una epifanía y que cosas parecidas le pasan a mucha gente, los que pueden contar algún borde de la muerte que vieron y no cruzaron. Después sabrás también que lo que te pasó ese día de la larga epifanía tiene su explicación científica: se debería, dicen algunos bioquímicos, a un aumento del dióxido de carbono que tenemos en la sangre cuando sucede un paro cardiorespiratorio y dicen que Dios con eso no tiene nada que ver. Qué pedazo de boludos, vas a pensar cuando leas la explicación en un diario: cómo si la cantidad en sangre de dióxido de carbono fuera inmanejable para el que creó la luz, la tierra y el agua y los bichos que caminan, y también el asador donde van a parar todos. Pero falta mucho para eso, todavía estás ahí arriba y ves lo que pasa abajo como si vieras la tele. Se fue Ramón, te ovillaste con San Jorge bien agarrado en tu puño y te quedaste ahí respirando hondo, hasta que vino el Rata Cuervo y te pegó un sacudón y te llevó a la otra pieza, la más mazmorra de todas, la de las que se portan mal, la celda de los castigos, y viste a la pobre piba que se había querido escapar y no tuvo mejor idea que pedirle ayuda al juez. Le dijo que estaba presa, que no quería estar ahí, que la tenían secuestrada y que seguro su madre la buscaría en todas partes, que por favor la sacara. El juez lo sabía muy bien, recibía un diego al mes y además todos los polvos que quería sin pagar una moneda, así que acabó y se fue a hablar con el Rata Cuervo para ordenarle que pusiera a la pendeja en su lugar. El Rata Cuervo la puso.

Y vos lo veías todo mientras te mecía la música del ejército de Dios, con sus alas blancas y sus trompetas doradas, sus caballos voladores y sus espadas plateadas, sus pelos largos dorados y sus pechos invencibles y sus voces varoniles como coros gregorianos, pero la viste a la chica con tus ojos terrenales echada sobre la cama como un puñado de carne picada en una bandeja de Coto. Tenía un ojo a un costado. El cráneo un poco partido. Las dos piernas fracturadas y en posiciones absurdas. Y tajos en todo el cuerpo porque le habían dado entre diez y le hicieron los agujeros para hacerlo todos juntos y a la vez. La chica parecía muerta. Vos viste que respiraba. El Rata Cuervo hijo de puta te puso el caño en la mano y te gritó que tiraras. Vos no escuchabas más nada que la música del cielo pero entendiste muy bien lo que el tipo te pedía y ahí apretaste el gatillo y le volaste lo poco que le quedaba de cráneo a la chica hecha hamburguesa.

Dejaste caer el revólver y te volviste a tu cama y lo agarraste a San Jorge, lo habías dejado escondido abajo de tu colchón, y te volviste a ovillar, todo lo viste de arriba, incluyendo la ascensión del alma que vos mandaste de un tiro a la mesa principal del banquete de los justos del Señor y también la viste sentarse como princesa a la diestra del cordero que estaba «como inmolado, y tenía siete cuernos, y siete ojos»: para cordero era raro, de manso no tenía un carajo, echaba ferocidad por cada uno de los ojos por no mencionar los cuernos, pero quién iba a esperar que en el reino del Señor las cosas fueran igual que el mundo terrenal. Ahí arriba el mismo Cristo tiene ojos como la llama de un fuego y los pies como de bronce bruñido y refulgentes como un horno y el estruendo de muchas aguas en la voz y siete estrellas en la diestra y le sale de la boca un espadón de dos filos. Era temible el Señor pero no te daba miedo. Miedo te dio el Rata Cuervo cuando se metió en tu pieza y te dijo que te quería y que habías pasado la prueba y ya eras parte de la banda y te invitó a comer un asado en el patio del quilombo.


III
Después de meses sin ver más cielo que un techo deteriorado, después de haber hecho spray con el seso de la chica en la pared, después de ser solo puta más de quince horas por día en el menú del burdel, la mesa tan amigable, el vino, el pan y la carne y volver a ver las estrellas no fueron felicidad. Los chistes en la comida, que te ofrezcan una silla y que te pasen la sal te hicieron sentir un monstruo y entendiste lo que viste en los cielos del Señor. El choripán lo comiste con una espada en la boca, viste las nubes pasar con siete ojos en la cara, las moscas y los mosquitos que se posaron en tus siete cuernos filosos se cayeron todos cortados en dos, te empezó a patear el crío que imaginabas gestar y vomitaste con furia las papas fritas doradas que te quiso hacer tragar, como una forma de amor, el cafishio mandamás que se llamó tu marido y estaba muy enternecido y te dejó que durmieras un día entero con su noche y después te prometió cambiarte las condiciones: de ahí en más trabajarías solo ocho horas con los clientes. Y te empezaste a mover un poco más por el antro, y así fue que te enteraste de dónde estaba la puerta. Tuviste mucho más tiempo para ovillarte tranquila. Comiste más y dormiste muchas horas. Te hiciste fuerte y monstruosa: además de los siete ojos, los siete cuernos y la espada de la boca, te crecieron las diez facas en las puntas de los dedos, alumbraste a tu bebé que fue un dragón con diez cráneos y siete cuernos de extraña distribución y se afilaba las garras y hacía gárgaras de pólvora de la mañana a la noche incluso cuando dormías el monstruito se entrenaba para estar listo a la hora de las hogueras del juicio. Los dos se sentaban juntos a mirar la orquídea negra largar sus gotas de sangre como si le cayera encima el rocío de la muerte y eran gotas y no lágrimas porque no hay nada que llorar cuando la muerte es justicia. Además, con el Rata Cuervo seguro de que te tenía bien atada con los lazos más estrechos, los de la complicidad, tu vida fue mucho más fácil: lo pudiste convencer de que te dejara pasar a la sección sadomaso y cagaste a latigazos a cientos de hijos de puta cada noche de esos meses y te volviste a entrenar con la excusa de estar fuerte para ejercer tus funciones y te dejaron en paz. Al único que atendías sin el látigo en la mano era a López Arancibia que se te fue enamorando.

Y se enamoró nomás. No te dijo como Kruz dijo al guacho Martín Fierro: «El andar uniformado/ ningún mérito me quita./ Yo no soy de la Maldita,/ me duelen los male ajeno» ni se puso al lado tuyo a pinchar a todo lo que se viniera, pero te dijo en la oreja que te quedaba en funciones que él te iba a estar esperando cada día de su vida a las cinco de la tarde adentro de la parroquia de San Jorge en Espeleta, Lanús, y que te estaba dejando un regalito en tu pieza. Le diste el beso en la boca que no le dabas a nadie sin entender demasiado y cuando entendiste un poco empezaste a mirar bien y entonces le viste entera toda la cara a tu Dios. También nació en Israel, está toda hecha chapa de acero estampado y te cupo en el mismo puño en que tenías a San Jorge y debe haber sido él mismo el que supo aprovechar esa otra parte de Dios, Él que si todo creó también inventó la muerte y lo tuyo fue un festival de fuegos artificiales como habrá sido Pekín el día que coronó Mao y como va a ser otra vez el día que privaticen el aire sus muchachos socialistas, la agarraste con la mano y ahí entendiste del todo el lado oscuro y siniestro de la cara del Señor, la forma contemporánea del cordero con siete cuernos y de la espada que le sale al Cristo Rey en su reino celestial: la Miniuzi, el subfusil accionado por retroceso de masas, que dispara sin parar con el cerrojo re-abierto, un telescopio que envuelve la cámara del cañón que así entra más adentro del cajón de mecanismos y se mete el cargador adentro del pistolete y dispara como un fuego del infierno que no cesa, son mil doscientas cincuenta municiones por minuto, qué minutos, Reina, los primeros diez segundos que la tuviste en la mano te volvieron a crecer las facas en cada uña y los siete cuernos y siete ojos que te vinieron muy bien para que no te madruguen. Te pusiste el uniforme de leather de sado maso y abajito de la capa y adentro de la bombacha guardaste la Miniuzi y caminaste tranquila hasta la sala de mandos: ahí estaban la Medina, el Rata Cuervo y dos de los vigilantes tomando el mate de antes de empezar a trabajar. Dijiste hola, muchachos, y cuando te contestaron hiciste un gesto elegante y la capa voló hacia atrás como si fueras Liz Taylor haciendo a la reina Dido a la hora de dar la orden de dispararle a esos griegos y lo bien que hubiera hecho, qué bien que estaría Cartago si se hubiera decidido a disparar esas flechas incendiadas en las puntas, como Liz borracha y reina, como Dido sin amor, les tiraste con la ráfaga que salía de la boca de tu pistola automática como la bífida espada de la boca del señor Cristo Jesús y eso sí que fue dios mío una escena memorable: antes del primer minuto estaban todos trozados como pollo en cacerola si al pollo le hubieran dado con una ametralladora y si el pollo tuviera adentro los veinte litros de sangre que tenía cada uno de esos cuatro hijos de puta a los que viste de arriba con distancia de mariscal y los viste también llegar derechito al asador del lago de fuego eterno que les tiene preparados a los malos el infierno. Diste un poco marcha atrás porque aún viéndolos trozados y con los ojos abiertos para toda la cosecha ni así te podías creer que se habían acabado el Rata Cuervo y Medina. Debe haber sido San Jorge que te saltaba en la mano con sus ganas de probar las armas contemporáneas el que te hizo saber que mejor te dabas vuelta, que no se ganan batallas avanzando por la espalda y que no era para tanto ver cuatro tipos troceados y chorreando sangre roja como si fueran las fuentes de un manantial. Te diste vuelta, tiraste una ráfaga más y ahí ya no quedaba nadie que se animara a pararse y saliste así nomás, vestida de sado maso y con la metra en la mano y te fuiste caminando a la iglesia de San Jorge y te metiste ahí adentro y le sacaste la ropa a una Virgen de Luján así que quedaste linda con tu capa símil cuero y el vestido celestito que suele usar la patrona y te escondiste ahí adentro y en eso llegó Ramón: te desmayaste en sus brazos. El te metió en el baúl, que había acondicionado con sábanas y almohaditas, y te llevó a una quinta que tiene de aguantadero la policía bonaerense en la zona de Malvinas y ahí estuviste diez días, los primeros siete en shock y los últimos tres juntando la fuerza para salir del país: en una ráfaga errada, es tan blandito el gatillo de la Miniuzi de Dios, te bajaste a siete pibas que estaban en el Sabor. Las viste llegar al Cielo pero no iba a ser consuelo explicárselo a un jurado. Menos que menos el fiambre, la mortadela picada, que les hiciste del juez que protegía al Rata Cuervo. El Ramón te hizo pasaporte y te consiguió el pasaje para llegar a Madrid sin que tuvieras problemas.

Y problemas no tenés. En parte vivís arriba en la gloria del Señor y en parte abajo, al ladito de Callao, mitad de la Gran Vía y te pasás cada día en una iglesia distinta: en Madrid hay mogollón.

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