El castillo que se va / Marina Colasanti


Entre la espada y la rosa
Babel editorial

En su castillo de aire, vivía el Rey de la Nada. No tenía paredes aquel castillo, no tenía techo. Pero así, transparente, era bello y delicado como ningún otro.
Y porque el rey nada poseía, ni tan sólo un mínimo pedacito de tierra, al menor soplo de viento, allá se iba el castillo con toda su corte, etérea arquitectura flotando en el azul. Se posaba cuando amainaba el viento. Unas veces era visto en un pico escarpado, otras veces surgía a la orilla del mar o se asentaba en la planicie. Nada lo ataba a lugar alguno. Y el mundo entero era su reino.
Ahora, después de una tempestad que lo había sacudido llevándolo por encima de las montañas, reposaba el castillo entre las flores de un valle. Las damas salían a pasear coloreando los prados con sus largos trajes, leves como suspiros, los caballeros disputaban torneos de imaginación, en tanto los niños de la corte inventaban juegos con manzanas recién cortadas de las ramas.
Ya muchos días de ese vivir habían transcurrido.
No lejos del valle, sin embargo, ejercía su poder un rey terrible. Lo llamaban Ráix. Y al pronunciar su nombre todos bajaban la voz y la mirada. Feroz, Había tomado muchos reinos a la fuerza. Guerrero, había vencido en todas las guerras. A sangre y fuego ampliaba cada vez más sus dominios, sus riquezas y el número de sus súbditos. Pues, despierto o dormido, soñaba con convertirse un día en el Rey de Todo.
Bastó, por lo tanto, que sus espías le llevaran noticias de la existencia de un nuevo castillo, para que sus ojos se encendieran de codicia.
-¡Que mis embajadores partan inmediatamente hacia allá a llevar una declaración de guerra! –ordenó.
Y fueros los embajadores, cubiertos con sus suntuosas vestiduras de terciopelo. Y con sus vestiduras apenas un poco arrugadas regresaros, cuando ya el rey Ráix se preparaba para la batalla.
La declaración de guerra no había sido aceptada, explicaron cabizbajos.
Nunca el rey Ráix había sido tan insultado, nunca había encontrado un monarca tan esquivo. Pero dispuesto a hacer la guerra, quisiera el otro o no quisiera, partió, aun así, al frente de su ejército.
Llegaron al valle al amanecer. Los caballos resollaban pisoteando las flores, tintineaban escudos y armaduras, las armas brillaban desenvainadas. Y cuando el Rey de la Nada surgió en la puerta de su diáfano castillo acompañado por algunos miembros de la corte, se adelantó el rey Ráix, sin apearse.
-Supe que deseáis hacerme la guerra –dijo el Rey de la Nada-. Humildemente pregunto el porqué de ese deseo.
-Porque todo lo que puedo ver me pertenece. Y mío es también mucho de lo que la vista no alcanza –respondió el rey Ráix, desde lo alto de su caballo-. No obstante, entre todo lo que he conquistado, existen ahora este palacio y esta Corte que no son míos. Y es necesario que yo los posea.
-Pero todo lo que veis –dijo el pequeño rey abriendo los brazos- es Nada. Sólo la Nada me pertenece.
-Pues entonces, ¡es esa nada es lo que yo quiero!
Discretamente, intentando esconder la boca detrás del cetro transparente, rió el Rey de la Nada, Y, como contagiados por las palabras del gran Ráix, rieron las damas y los caballeros. Al principio bajando la quijada para disimular, después abiertamente, sin control, rió la delicada corte delante del ejército que esperaba. Rieron la reina y el cocinero, los pajes y los niños, rió, por primera vez más que todos, el bufón de la corte.
Y el aliento de aquellas bocas abierta, el eco de todas aquellas carcajadas hizo ondear los aéreos cortinajes, movió poco a poco los inexistentes torreones, las ausentes paredes. Como un navío que alza sus velas, el castillo entero comenzó a flotar y partió dulcemente hacia nuevas lejanías.
Debajo de los cascos de los caballos, la hierba se hacía lodo. El ejército envainó las espadas, recogió las lanzas. Impotente, el rey Ráix vio alejarse la victoria. Por culpa de aquella Nada, de aquel castillo impalpable que se iba en el regazo del viento, ya nunca sería el Rey de Todo. Perdido estaba para siempre su sueño.
Lleno de furia, espoleó su caballo y partió al galope. A lo lejos, leves como un tintinear de pendientes, se oían aún las carcajadas de la corte.





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