Contámelo de nuevo/ La sirenita
Hans Christian Andersen
Pero no crean que el fondo es todo de arena blanca y fría; en él, crecen también árboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y cuicos, se deslizan por entre las ramas exactamente como lo hacen las aves en el aire.
En el punto más profundo se alza el palacio del Rey del Mar. Las paredes son de cora y las largas ventanas puntiagudas, del ámbar más transparnte; y el tejado está hecho de ostras que se abren y cierran según la corriente del agua. Cada una de estas ostras encierra perlas brillantísimas, la menor de las cuales honraría la corona de una reina.
Hacía mucho que el rey era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente pero orgullosa de su elevada nobleza. Por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los demás nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demás, era digna de grandes elogios, principalmente por lo bien que cuidaba a sus nietas, las princesas del mar. Estas eran seis y todas bellísimas, aunque la más bella era la menor: tenía la piel clara y delicada como un pétalo de rosa y los ojos azules como el lago más profundo. Como todas sus hermanas (y todos los seres del mar) no tenía pies: su cuerpo terminaba en cola de pez.
Las princesas pasaban el día jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crecían flores. Cuando se abrían los grandes ventanales de ámbar, entraban los peces, como hacen las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dejándose acariciar.
Frente al palacio había un gran jardín con árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro y las flores parecían llamas. El suelo era de arena finísima, azul como la llama del azufre. De arriba descendía un maravilloso resplandor azul: más que estar en el fondo del mar, se tenía la impresión de estar en las capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo. Cuando no soplaba el viento, se veía el sol: parecía una flor purpúrea cuyo cáliz irradiaba luz.
Cada princesita tenía su propio sector en el jardín, donde cavaba y plantaba lo que más le gustaba. Una le había dado a su porción, forma de ballena; otra había preferido que la suya tuviese la forma de una sirena. En cambio, la menor hizo su sector circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas como él. Era una chiquilla muy especia, silenciosa y pensativa, y mientras sus hermanas hacían una gran fiesta con los objetos más raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba con una estatua de mármol, además de las flores rojas semejantes al sol. La estatua representaba un niño hermosísimo, esculpido en un mármol muy blando; las olas las habían arrojado al fondo del océano. La princesita plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; las ramas del árbol colgaban sobre el niño de mármol, proyectando en el fondo azul arenoso, su sombra violeta: parecía como si las ramas jugasen unas con otras y se besasen.
Lo que más le gustaba a la princesa era oir hablar del mundo de los hombers; la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de hombres y animales. La admiraba que las flores en tierra tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olían a nada; y la sorprendía que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se movían entre los árboles, cantaran melodiosamente. Eran los pájaros, que las princesas nunca habían visto antes.
— Cuando cumplan quince años — dijo la abuela—, tendrán permiso para salir del agua, sentarse a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barqos que pasan; entonces, también verán bosques y ciudades.
Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumplió quince años; todas se llevaban un año, por lo que la menor debía aguardar todavía cinco para poder salir del fondo del mar y ver cómo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las demás que al primer día les contaría lo que viera y lo que le hubiera parecido más hermoso; pues por más cosas que su abuela les contase, siempre quedaban muchas que ellas deseaban saber. Ninguna era tan impaciente como la menor, precisamente porque debiá esperar tanto tiempo. Se pasaba las noches asomada a la ventana, mirando a lo alto, a través de las aguas azul oscuro, a los peces que nadaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba a ver la luna y las estrellas, que a través del agua parecían muy pálidas, aunque mucho mayores de cómo las vemos nostros. Cuando una nube negra las cubría, la princesa sabía que era una ballena que nadaba por encima de ella o un barco con muchos hombres, que jamás hubieran pensado que allá abajo había una joven y encantadora sirena que tendía sus blancas manos hacia el navío.
Cuando la mayor de las princesas remontó hacia la superficie del mar, a su regreso trajo mil cosas que contar, pero que le pareció más hermoso, había sido el tiempo pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la música, el ruido y los rumores de carruajes y personas; también le había gustado ver los campanarios y torres y escuchar el tañido de las campanas.
¡Con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando anocheció, salió a la ventana a mirar a través de las aguas azules y no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, sus ruidos y su bullicio.
Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie. Emergió en el momento en que el sol se ponía y aquel espectáculo le pareció el más sublime de todos.
—De un extremo al otro, el sol era como de oro — dijo—, y las nubes, ¡quién sería capaz de describir su belleza!
Habían pasado encima de ellas rojas y moradas, pero más rápido aún volaba una bandada de cisnes salvajes, en dirección al sol. Pero el astro se ocultó y desapareció el tinte rosado del mar y las nubes.
Al cabo de otro año le tocó el turno a la tercera hemana, la más audaz, y por eso remontó un río que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de vides, y palacios y cortijos que destacaban entre magníficos bosques; oyó el canto de los pájaros y el calor del sol era muy intenso. En una bahía encontró una multitud de niños que chapoteaban desnudos en el agua. Quiso jugar con ellos, pero ellos se asustaron y huyeron, y se le acercó un animalito negro, un perro. La princesa jamás había visto algo parecido y como ladraba tanto, ella tuvo miedo y se refugió en alta mar. Nunca olvidaría los bosques, las colinas y los chiquillos, que podían nadar a pesar de no tener cola de pez.
La cuarta hermana no fue tan atrevida: no se movió de alta mar y le pareció el lugar más hermoso; desde él se divisaba un gran espacio y el cielo parecía una campana de cristal. Vio barcos a gran distancia, que parecían gaviotas; los delfines habían jugado con ella y las ballenas la habían cortejado proyectando agua como centenares de surtidores.
Al otro año le tocó a la quinta hermana: su cumpleaños caía en inviero y por eso vio lo que las demás no habían visto la primera vez. El mar se veía intensamente verde y los icebergs parecidos a perlas flotaban a su alrededor, y eran mucho mayores que los campanarios de los hombres. Tenían formas caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se había sentado en la cúspide del más grande y las naves se desviaban aterrorizadsa del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera ondeando al viento. Hacia el atardecer, el cielo se había cubierto de nubes, habían estallado truenos y relámpabos mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja luz de los rayos. Los barcos arriaban las velas y los tripulantes eran presa de angustia y terror; pero ella habís seguido sentada en su iceberg contemplando la escena.
La primera vez que cada una salió a la superficie del mar, todas las hermanas quedaron encantadas al oir las novedades; pero una vez que tuvieron permiso para subir cuando quisieran, ese nuevo mundo pasó a serles indiferente. Sentían nostalgia del suyo y pasado un mes, declararon que sus paisajes submarinos eran los más hermosos de todos y se sentian bien en casa.
Algunas tardes, las cinco hermanas se tomaban de la mano y subían juntas a la superficie. Tenían bellísimas voces, más que cualquier humano, y durante las tempestades se situaban frente a los barcos en peligro y con arte exquisito les cantaban a los marineros las bellezas del fondo del mar, animándolos a no temerlo; pero los hombres no comprendían sus palabras y creían que eran los ruidos de la tormenta. Nunca podían contemplar la magnificiencia del fondo pues si el barco naufragaba, los tripulantes se ahogaban y al palacio del rey del mar sólo llegaban cadáveres.
Cuando al anochecer, las hermanas subían a la superficie del océnao, la menor se quedaba sola, con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lágrimas y por eso es mayor su sufrimiento.
— ¡Ay, si tuviera quince años! — decía —. Sé que me gustará el mundo de allá arriba y amaré a los hombres que lo habitan.
Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince años.
— Bien, ya eres mayor — le dijo la abuela, la anciana reina viuda—. Ven, que te ataviaré como a tus hermanas —. Y le puso una corona de lirios blancos; pero cada pétalo era la mitad de una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de la princesa, como distintivo de su alto rango.
— ¡Duele! — exclamaba la doncella.
— Hay que sufrir para ser hermosa — contestó la anciana.
La joven de muy buena gana se habría sacudido los adornos y la pesada diadema para vestirse con las flores rojas de su jardín, pero no se atrevió.
— ¡Adiós! — dijo, elevándose, ligera y diáfana a través del agua, como una burbuja.
El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie. Las nubes relucían como rosas y oro, y en el cielo brillaba la estrella vespertina, clara y bella. El aire era suave y fresco y en el mar reinaba absoluta calma. A poca distancia, había un gran barc de tres palos; una sola vela estaba izada y en cubierta se veían los marineros. Había música y canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores. La joven sirena se acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la levantaba, podía echar una mirada a través de los límpidos cristales y veía muchos hombres magnífiamente ataviados. El más hermoso era el joven príncipe, de grandes ojos negros. Seguramente no tendría más de dieciséis años: aquel día era su cumpleaños y pior eso se celebraba la fiesta.
Los manineros bailaban en cubierta y cuando salió el príncipe, se dispararon más de cien cohetes que brillaron en el aíre. La sirena, asustada, se sumergió unos momentos; cuando volvió a asomar, le pareció que las estrellas del cielo caían sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales, grandes como soles, y surcaban el aire azul como peces de fuego. ¡Ay, qué guapo era el joven príncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras sonaba la música.
Pasó el tiempo y la sirenita no podía apartar los ojos del navío ni del príncipe. Se apagaron los faroles, cesaron los cañonazos y los cohetes, pero en lo profundo del mar aumentaban los ruidos. El barco aceleró su marcha e izaron las velas. A medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se cubría de nubes y a lo lejos zigzagueaban los rayos de una tormenta horrible. Los marinos arriaron nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar enfurecido; las olas se alzaban como montañas negras que se estrellaban contra los mástiles. A la sirenita le parecía un paseo delicioso, pero los marineros pensaban muy distinto. El barco crujía; las planchas se retorcían con los embates del mar. El palo mayor se partió y el barco empezó a tambalearse mientras el agua entraba en él. La sirena comrendió el peligro que corrían los hombres: ella misma debía estar atenta y esquivar los maderos y restos flotantes. En la oscuridad, la sirenita no distinguía nada en absoluto; otras veces, los relámpagos le permitían reconocer a los hombres a bordo. Ella buscaba al príncipe y al partirse el navío, lo vio hundirse en el mar. Su primer pensamiento fue de alegría, pues lo tendría en sus dominios; pero recordó que los humanos no pueden ivir bajo el agua y el hermoso joven llegaría muerto al palacio de su padre. No era posible que muriese. Por eso, se lanzó a nadar entre los maderos sin tener en cuenta el peligro que corría, hasta llegar adonde estaba el príncipe. El joven estaba al límite de sus fuerzas y ya se le entumecían brazos y piernas. Habría sucumbido si la sirenita no hubiera sostenido su cabeza fuera del agua.
Al amanecer, la tempestad se había calmado, pero del barco no se veían restos; el sol se elevó, rojo y brillante, del seno del mar, y pareció que las mejillas del príncipe recobrasen la vida, aunque sus ojos permanecían cerrados. La sirena besó su hermosa frente y le apartó el cabello empapado; entonces lo encontró parecido a la estatua de mármol de su jardincito. Volvió a besarlo, deseando que viviese.
La tierra firme apareció ante ella: altas montañas azules coronadas de blanca nieve; soberbios bosques verdes y en primer término, un edificio que no sabía qué era. En el jardín crecían naranjos y limoneros, y ante la puerta crecían palmeras. El mar formaba una pequeña bahía, profunda y resguardada del viento, con rocas cubiertas de fina y blanca arena. Allí se dirigió con el príncipe y lo depositó en la playa, dejando su cabeza al sol. Las campanas doblaban en el gran edificio blanco y un grupo de muchachas salieron al jardín. Entonces, la sirenita se alejó nadando hasta detrás de unas rocas, y cubriéndose con espuma de mar para que no vieran su rostro, espió quién se acercaba al príncipe. Llegó junto a él una de las jóvenes, que pareció asustarse mucho. Fue a uscar a sus compañeras y la sirena vio ccómo el príncipe volvía a la vida y sonreía a las muchachas. Sólo a ella no le sonreía, pues no sabía que lo había salvado. Afligida, lo vio entrar al gran edificio y se sumergió triste en el agua para regresar al palacio de su padre.
Siempre había sido taciturna y pensativa, pero desde aquel día lo fue más aún. Sus hermanas le preguntaron qué había visto en su primera salida, más ella no les contó nada.
Muchas veces volvió al ocaso y al alba al lugar en donde había dejado al príncipe. Vio madurar los frutos del jardín; vio derretirse la nieve de las montañas, pero nunca al príncipe; por eso volvía al palacio triste y afligida. Se consolaba sentándose en su jardín, enlazando con sus brazos la estatua parecida al muchacho; pero dejó de cuidar sus flores, que crecieron salvajes y se entrelazaron con los árboles, tapando por completo la luz.
Incapaz de guardar más tiempo su secreto, lo confió a una de sus hermanas y pronto lo supieron las demás, junto a algunas amigas íntimas; pero nadie más se enteró. Una amiga le dijo quién era el príncipe, pues había presenciado la fiesta del barco y sabía cuál era su patria y dónde estaba su palacio. Junto con sus hermanas subió a la superficie donde se levantaba el espléndido palacio del príncipe.
Desde que supo dónde residía el joven, iba allí muy a menudo, acercándose a tierra mucho más de lo que se atrevería cualquiera d esus hermanas. Incluso se aventuró por el canal que corría debajo de la terraza del palacio. Se sentaba allí y contemplaba a su amado, que creía estar solo bajo la luz de la luna. Varias noches lo vio navegar en su bella barca con banderas y música. Muchas noches, cuando los pescadores se hacían a la mar, los oía hablar de los méritos del príncipe y se sentía contenta de haberle salvado la vida. Recordaba cómo su cabeza había reposado en su seno, y con cuánto amor lo había besado. Pero él lo ignoraba: ni en sueños la conocía.
Cada día sentía más afecto por los humanos; cada vez deseaba más subir a su mundo, que le parecía más vasto que el propio: podían volar en sus barcos por la superficie del mar; escalar montañas más altas que las nuves; poseían tierras con bosques y campos. Deseaba saber muchas cosas, pero sus hermanas no podían responder a sus preguntas. .Por eso acudió a la abuela, que conocía muy bien ese mundo de los países sobre el mar.
— Suponiendo que los hombres no se ahoguen — preguntó la pequeña sirena — ¿viven eternamente? ¿No mueren como nosotras, los seres submarinos?
— Sí — dijo la abuela—, ellos mueren también y su vida es mucho más breve que la nuestra. Nosotras podemos alcanzar los trescientos años, pero cuando dejamos de existir nos convertimos en espuma que flota sobre el agua y no nos queda una tumba entre nuestros seres queridos. No poseemos un alma inmortal, jamás renaceremos. Los humanos, en cambio, tienen un alma que vive eternamente, aún después de que el cuerpo se ha transformado en tierra; un alma que se eleva a través del aire diáfano hasta las estrellas. Así como nosotras emergemos del agua y vemos las tierras de los hombres, así ellos ascienden a lugares sublimes y desconocidos que nosotras no veremos nunca.
— ¿Por qué no tenemos nosotras un alma inmortal? — preguntó afligida la sirenita. — Gustosa cambiaría yo mis centenares de años de vida por ser humana un solo día y participar luego del mundo celestial.
— ¡No pienses en eso! — dijo la anciana —. Nosotras somos mucho más dichosas y mejores que los humanos.
— ¿Entonces, moriré y vagaré por el mar, convertida en espuma, sin oir la música de las olas ni ver las hermosas flores y el rojo globo del sol? ¿No podría hacer nada para conseguir un alma inmortal?
— No— dijo la abuela —. Hay un medio, sí, pero es casi imposible: sería necesario que un hombre te quisiera con un amor más intenso del que tiene por su padre y su madre; que se aferrase a ti con toda su potencia y todo su amor, y que un sacerdote enlazase vuestras manos, prometiéndote fidelidad aquí y para toda la eternidad. Entonces, su alma entraría en tu cuerpo y tú también tendrías parte en la bienaventuranza de los humanos. Te daría alma sin perder la suya. Pero eso jamás podrá suceder. Tu cola de pez, que aquí en el mar es hermosa, en la tierra la encuentran fea. No lo comprenden: para ser hermosos, ellos necesitan dos apoyos macizos que llaman piernas.
La sirenita miró con un suspiro su cola de pez.
— No nos pongamos tristes— la animó la anciana —. Saltemos y brinquemos durante los trescientos años que tenemos de vida. Es mucho tiempo: luego descansaremos. Esta noche tendremos un baile de gala.
La fiesta bajo el mar fue de una magnificencia que no se ve en la tierra. El techo y las paredes del gran salón eran de cristal transparente. Centenares de enormes ostras verdes y rosas iluminaban la sala con una llama azul que atravesaba las paredes, dejando ver los peces grandes y pequeños, que nadaban junto a los muros de cristal. Por el centro de la sala fluía una ancha corriente y los moradores submarinos bailaban y cantaban deliciosamente. La sirenita era la que cantaba mejor. Los asistentes aplaudían y por un momento sintió un gran gozo al comprender que tenía la vos más hermosa de cuantos habitan la tierra y el mar. Pero recordó el mundo de lo alto, y el príncipe, y su pena por no tener un alma inmortal. Salió con disimulo del palacio del Rey, su padre, y se sentó melancólica en su jardincito. Al oir los sones de un cuerno que atravesaban el agua, pensó : “Seguro que en estos momentos surca las aguas aquel a quien amo más que a mi padre y a mi madre, el dueño de mis pensamientos y en cuya mano quiero depositar la dicha de mi vida. Lo intentaré todo para conquistarlo y conseguir un alma inmortal”.
Y entonces fue a la mansión de la bruja marina, a quien temía, a pedir consejo y ayuda. Nunca había seguido aquel camino en el que no crecían flores ni algas: un suelo arenoso y gris se extendía hasta una fatídica corriente, donde el agua se revolvía con unestruendo horrible, arrastrando al fondo todo lo que se ponía a su alcance. En un largo trecho había un cenagal caliente y burbujeante y detrás, estaba la casa de la bruja, en medio de un extraño bosque. Todos los árboles y abustos eran pólipos; parecían serpientes de cien cabezas salidas de la tierra; las ramas eran largos brazos viscosos con dedos parecidos a gusanos, y se movían de la raíz a la punta. Rodeaban y aprisionaban todo lo que se ponía a su alcance. La sirenita se detuvo aterrorizada. A punto de volverse, el recuerdo del príncipe y el alma humana le infundió valor. Se sujetó los largos cabellos para que los pólipos no la atraparan, juntó las manos sobre el pecho y se lanzó como los peces hacia adelante. Esqueletos humanos salían de aquellos demoníacos brazos, que apresaban también remos, cajas y huesos de animales terrestres. Lo más horrible era el cadáver de una sirena que habían capturado y estrangulado. En medio de un vasto pantano donde se revolcaban enormes serpientes marinas, estaba la casa de la bruja, construída con los huesos blanqueados de náufragos humanos.
— Ya sé lo que quieres— dijo la bruja —. Cometes una estupidez, pero estoy dispuesta a satisfacer tus deseos, pues te harás desgraciada, mi bella princesa. Quieres librarte de la cola de pez y tener dos piernas para andar como los humanos, para que tu príncipe se enamore de ti y con su amor, consigas un alma inmortal —. Y la bruja soltó una carcajada repelente, y los sapos y serpientes del suelo huyeron. — Llegas justo a tiempo — continuó la bruja— pues si hubieras venido mañana a la salida del sol, deberías haber esperado un año antes que yo pudiera ayudarte. Te prepararé un brebaje con el que irás a tierra antes del amanecer. Alli, te sentarás en la orilla y lo beberás, y en seguida te desaparecerá la cola, encogiéndose y transformándose en piernas, pero te dolerá como si te cortaran con una atroz espada. Cuando te vean, dirán que eres la criatura humana más hermosa que hayan visto. Tu modo de andar será oscilante: ninguan bailarina será capaz de balancearse como tú, pero a cada paso que des te parecerá que pisa un cuchillo y que te estás desangrando. Si estás dispuesta a pasar por todo eso, te ayudaré.
— ¡Sí! — exclamó la sirenita, pensando en el príncipe y el alma inmortal.
— Pero ten en cuenta — dijo la bruja — que cuando hayas adquirido la forma humana, jamás podrás recuperar la de sirena. Jamás podrás volver por el camino del agua a tus hermanas y el palacio de tu padre; y si no conquists el amor del principe de modo que se olvide de su padre y de su madre y se aferre a ti con cuerpo y alma y haga que un sacerdote os una como marido y mujer, no adquirirás un alma inmortal. La primera mañana de su boda con otra, se romperá tu corazón y te convertirás en espuma en el mar.
— ¡Acepto! — dijo la sirena, pálida como la muerte.
— Pero tienes que pagarme — prosiguió la bruja —, y el precio no es poco. Posees la voz más hermosa de todas las del fondo del mar y con ella piensas hechizar a tu príncipe. Pues bien, vas a darme tu voz. Por mi precioso brevaje quiero lo mejor que posees, pues yo debo poner mi propia sangre para que el filtro sea cortante como una espada de doble filo.
— Pero si me quitas la voz, ¿qué me queda? — preguntó la sirena.
— Tu bella figura, tu paso cimbreante y tus expresivos ojos. Con todo eso puedes turbar el corazón de un hombre. ¿Perdiste el valor? Saca la lengua y te la cortaré, en pago de mi brebaje milagroso.
— ¡Sea!— dijo la sirena, y la bruja preparó el caldero.
La bruja fregó el caldero con serpientes y se arañó el pecho para sacar su negra sangre. Echó nuevos ingredientes al caldero que humeaba hasta que estuvo listo y tenía el aspecto de agua clarísima.
— Ahí lo tienes — dijo la bruja, y entregándole el filtro, le cortó la lengua. — Si los pólipos te apresan al cruzar de nuevo mi bosque, échales unas gotas de mi elixri y caerán hechos pedazos.
Pero no fue necesario porque los pólipos se apartaron aterrorizados al ver el brillante brebaje que la sirena llevaba. Cruzó el bosque y el torbellino y vio el palacio de su padre, pero no se atrevió a ir alli pues estaba muda y quería irse para siempre. Sintió que el corazón le estallaba de pena. En su jardín, cortó una flor para cada una de sus hermanas y se alejó a través de las aguas azules.
El sol no habia salido cuando llegó al palacio del príncipe y se acercó a la escalera de mármol que bajaba al mar. La luna brillaba cuando la sirena bebió el ardiente filtro, y sintió como si una espada le atravesara todo el cuerpo. Cayó desmayada y quedó en el suelo como muerta. Cuando salió el sol volvió en si. El dolor era intensísimo, pero ante ella estaba el hermoso príncipe, con sus negros ojos clavados en ella. La sirena bajó los suyos y vio que la cola de pez había desaparecido, sustituída por dos bellas y blancas piernas, las más bellas que puede tener una muchacha; pero estaba desnuda así que se envolvió en su larga cabellera. El príncipe le preguntó quién era y cómo había llegado hasta allí, y ella lo miró dulce y triste con sus ojos azules. Entonces él la tomó de la mano y la llevó al castillo. Tal como le había dicho la bruja, cada paso era como andar sobre afilados cuchillos, pero lo soportó sin quejarse. Tanto el príncipe como todos los presenes se admiraban de su andar gracioso y cimbreante.
Le dieron vestidos de seda y muselina y era la más bella de palacio, pero no podía hablar ni cantar. Bellas esclavas se adelantaron a cantar delante del príncipe y sus augustos padres; una de ellas cantó mejor que las demás y recibió aplausos y sonrisas del príncipe. La sirena se puso triste pensando que ella habría cantado mucho mejor todavía. “¡Oh, si él supiera que por estar a su lado sacrifiqué mi voz para toda la eternidad!”, pensó .
Luego las esclavas danzaron bellas danzas y la sirena, alzando los bellos y blancos brazos e incorporándose en la punta de los pies, bailó con un arte y belleza jamás vistos: cada movimiento destacaba su hermosura y sus ojos hablaban al corazón más elocuentemente que el canto d las esclavas. Todos se maravillaron, en especial el príncipe, que la llamó su pequeña expósita. Y ella siguió bailando aunque cada vez que sus pies tocaban el suelo, creía pisar un agudo cuchillo. El príncipe dijo que querría tenerla siempre a su lado, y la autorizó a dormir delante de la puerta de su habitación, sobre almohadones de terciopelo.
Junto al príncipe cabalgó por los bosques, vestida de amazona. Subió con él a las altas montañas y aunque sus pies sangraban y los demás lo veían, ella seguía a su señor sonriendo. En el palacio, por las noches, ella salía a la escalera de mármol a bañar sus pies en agua de maro para aliviar el dolor, y pensaba en los suyos, en el fondo del océano.
Una noche vinieron sus hermanas, cantando tristemente. Ella les hizo señas y al reconocerla, las sirenas se le acercaron y le contaron la pena por su desaparición. Desde entonces, la visitaron todas las noches e incluso una vez vio a lo lejos a su anciana abuela y al rey del mar con la corona en la cabeza.
El principe la quería como se quiere a una niña buena y afectuosa, pero nunca había pensado en hacerla su reina. Pero la sirena sabía que debía serlo porque de otro modo no tendría un alma inmortal y se convertiría en espuma cuando el joven se casara.
— ¿No me amas más que a todos los demás? — le decía con sus ojos cuando el besaba su bella frente.
— Te quiero más que a todo— decía el príncipe — porque tienes un gran corazón y porque te pareces a una muchacha a quien vi una vez, y que nunca volveré a ver. Una vez naufragué y las olas me arrojaron cerca de un santuario donde varias doncellas cuidaban del culto. La más joven me encontró y salvó mi vida. Yo la vi sólo dos veces y es la única a quien yo podría amar en este mundo, pero tú te le pareces tanto que casi destierras su imagen de mi alma. Ella está consagrada al templo y por eso mi buena suerte te trajo a mí. Jamás nos separaremos.
“¡Ay, no sabe que le salvé la vida! Lo llevé por el mar hasta el bosque donde está el templo y vi a la linda muchacha a quien quiere más que a mi”, suspiró la sirenita, pues no podía llorar. La doncella pertenecía al templo y nunca se encontraría con el príncipe. Ella estaba dispuesta a cuidarlo y sacrificar su vida por él.
Pero el príncipe debía casarse con la bella hija del rey del país vecino y para ello, armaron un magnífico barco para que el joven conociera a su prometida, y lo acompañaba un numeroso séquito. La sirenita conocía mejor que nadie los pensamientos de su señor.
— Debo partir — le había dicho él —. Debo ver a la bella princesa, mis pades lo exigen, pero no me obligarán a casarme. No puedo amarla pues no se parece a la doncella del templo, que es como tú. Si un día debiera elegir novia, esa serías tú, mi muda expósita de elocuente mirada —. La besó en los rojos labios y jugó con su larga cabellera, apoyando la cabeza sobre su corazón que soñaba con la felicidad humana y el alma inmortal.
Una noche de luna, cuando todos a bordo dormían, ella se sentó en la borda y a través de las aguas límpidas, creyó ver el palacio de su padre. Sus hermanas subieron a la superficie y la miraban tristes, agitando las manos. Ella les hizo señas, sonriente, queriendo explicarles que estaba bien y era feliz.
A la mañana siguiente el barco entró al puerto del reino vecino. Repicaban las campanas y sonaban las trompetas, mientras se formaban las tropas con banderas ondeantes y bayonetas refulgentes. Hubo festejos sin interrupcion, bailes y reuniones, aunque la princesa no había llegado. Se decía que la habían educado en un lejano templo. Cuando arribó por fin a la ciudad, la sirenita admitió que jamás había visto un ser tan perfecto.
— Eres tú — dijo el príncipe — la que me salvó cuando yo yacía en la costa. Y estrechó en sus brazos a la ruborosa prometida —. ¡Qué feliz soy! — añadió dirigíéndose a la sirena —. Se ha cumplido el mayor de mis deseos y tú te alegrarás de mi dicha, pues me quieres más que todos.
La sirena le besó la mano y sintió que le estallaba el corazón. El día de la boda sería el de su muerte y su transformación en espuma. Se echaron al vuelo las campanas de las iglesias. En los altares ardía aceite perfumado y los sacerdotes agitaban los incensarios. Los novios, dándose la mano, recibieron la bendición del obispo. La sirenita, vestida de seda y oro, sostenía la cola de la desposada; pero no percibía la música solemne ni veía el santo rito. Sólo pensaba en su próxima muerte y en todo lo que había perdido en este mundo.
Los novios abordaron el buque en cuyo centro se había erigido una soberbia tienda de oro y púrpura, provista de bellos almohadones. Allí dormiría la feliz pareja durante la noche fresca y tranquila. El viento hinchó las velas y la nave se deslizó rauda por el mar inmenso. Al anochecer se encendieron lámparas y los marineros bailaron alegres en cubierta. La sirenita se unió a la danza y voló como vuela la golondrina perseguida, y todos expresaron su admiración: nunca había bailado tan exquisitamente. Parecía como si acerados cuchillos le atravesaran los pies, pero ella no lo sentía: más amargo era el dolor que le hendía el corazón. Sabía que era la última noche que veía a aquel por quien había abandonado familia y patria, sacrificado su hermosa voz y sufrido día tras día tormentos sin fin, sin que él tuviera la más leve sospecha de todo aquello. Era la última noche que respiraba el mismo aire que él, que veía el mar profundo y el cielo cuajado de estrellas. La esperaba una noche eterna sin pensamientos ni sueños, pues no tenía alma. Todo fue regocijo a bordo hsata después de medianoche, y ella rió y bailó con el corazón lleno de pensamientos de muerte. El príncipe besó a su novia y tomados del brazo, ambos se retiraron a descansar en la tienda.
La sirenita seguía con sus blancos brazos apoyados en la borda, en espera de la aurora: sabía que el primer rayo de sol la mataría. Entonces vio a sus hermanas que emergían de las aguas, pálidas como ella. Sus largas cabelleras habían sido cortadas.
— Las hemos dado a la bruja a cambio de que nos dejara venir en tu auxilio para que no mueras esta noche. Nos dio un cuchillo, ¡mira qué afilado es! Antes de que salga el sol debes clavarlo en el corazón del príncipe, y cuando su sangre caliente salpique tus pies, volverá a crecerte la cola de pez y serás de nuevo una sirena; podrás saltar al mar y vivir tus trescientos años antes de convertirte en espuma salada y muerta. ¡Apresúrate! Él o tú deben morir antes de que salga el sol. Nuestra anciana abuela está tan triste que se le cayó su blanca cabellera. ¡Mata al príncipe y vuelve con nosotras! En breves minutos aparecerá el sol y morirás— y con un hondo suspiro, se hundieron entre las olas.
La sirenita descorrió el tapiz púrpura que cerraba la tienda y vio a la bella desposada dormida, con la cabeza reclinada sobre el pecho del príncipe. Se inclinó, besó la frente de su amado, miró al cielo donde lucía cada vez más intensamente la aurora, miró el largo cuchillo y fijó sus ojos en el príncipe que, en sueños, pronunció el nombre de su esposa. La sirena levantó el cuchillo, temblorosa, y lo arrojó a las olas con gesto violento. Allí donde cayó, pareció que gotas de sangre brotaran del agua. Nuevamente miró a su amado y, arrojándose al mar, sintió cómo su cuerpo se disolvía en espuma.
Asomó el sol; sus rayos entibiaron aquella espuma fría y la sirenita se sintió libre de la muerte: veía el sol y pro encima de ella flotaban centenares de seres transparentes y bellísimos. Su lenguaje era melodioso y tan espiritual, que ningún oído humano podía oirlo y ningún ojo humano podía ver a aquellos seres que se sostenían sin moverse en el aire, gracias a su ligereza. La sirenita vio que, como ellos, tenía un cuerpo que se elevaba del seno de la espuma.
— ¿Adónde voy? ؙ— preguntó y su voz resonó melodiosa como la de aquellas criaturas.
— A reunirte con las hijas del aire — le respondieron—. La sirena no tiene un alma inmortal ni puede adquirirla si no es mediante el amor de un hombre: su eterno destino depende de un poder ajeno. Tampoco tienen alma inmortal las hijas del aire, pero pueden ganarse una con sus buenas obras. Volamos hacia las tierras cálidas, donde el aire bochornoso y pestífero mata a los humanos; nosotras les procuramos frescor. Esparcimos el aroma de las flores, enviamos alivio y curación. Cuando por trescientos años nos esforzamos por hacer todo el bien posible, nos es concedida un alma inmortal y participamos de la felicidad eterna que ha sido concedida a los humanos. Tú, pobrecita sirena, te has esforzado con todo tu corazón; hsa subrido con paciencia y te has elevado al mundo de los espíritus del aire: ahora puedes procurarte un alma inmortal a fuerza de buenas obras, durante trescientos años.
La sirenita levantó sus brazos transfigurados y por primera vez sintió lágrimas en sus ojos. A bordo del buque reinaban el bullicio y la vida; vio a príncipe y su esposa que la buscaban, escudriñando melancólicos la espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas. Invisible, besó a la novia en la frente y, enviándole una sonrisa al príncipe, se elevó con los demás espírtius del aire a las regiones etéreas.
— Dentro de trescientos años nos remontaremos al reino de Dios.
— Podemos llegar antes — susurró una de sus compañeras—. Entraremos en las moradas donde hay niños, y por cada día que encontremos a uno bueno, que sea la alegría de sus padres y merecedor de su cariño, Dios abrevia nuestro período de prueba. Si el niño nos causa gozo y nos hace sonreír, se nos descuenta un año de los trescientos; pero si es un chiquillo malo y travieso, vertemos lágrimas de tristeza y por cada lágrima, se nos aumenta en un día el tiempo de prueba.
Consigna por Mónica Sacco
“La Sirenita” es un clásico de Hans Christian Andersen, en el que el autor refleja muchos de sus dolores y frustraciones. Básicamente, la Sirenita “no pertenece”. No se siente parte de su mundo original y no consigue encajar en el mundo que anhela.
Esta bella obra de Andersen ha inspirado el ballet homónimo, “La Sirenita” de John Neumeier, escrito para celebrar el 200° aniversario del nacimiento de Andersen, y la ópera “Russalka” de Antonin Dvorak, en la que tanto la bella ondina Russalka como el príncipe eligen morir para sublimar su amor.
¿Podría cambiarse algo de esta historia de final atípico? ¿La sirenita hubiera conseguido el amor del príncipe si hubiera podido hablar? ¿El príncipe habría renunciado a su humanidad para seguir a su amada?
ALGUNOS ANÁLISIS E INTERPRETACIONES DE “LA SIRENITA”
1.- De acuerdo con el análisis de Leah Rachel von Essen, este cuento de hadas original de Hans Christian Andersen es una de las cartas de amor (gay) más tristes de todos los tiempos.
Los estudiosos coinciden en que Andersen era birromántico y posiblemente asexual. Escribió muchas cartas íntimas a su amigo Collin, pero envió solo unas pocas. En una de ellas se lee: "Te anhelo, sí, en este momento te anhelo como si fueras una chica encantadora ... A nadie he querido golpear tanto como a ti ... pero nadie ha sido tan querido por mí como tú. "
Collin admitió en sus propios escritos que no pudo corresponder a los sentimientos de Andersen. En 1836, bajo la presión de su familia, Collin se casó. Andersen escapó a la isla de Fyn en el momento de la boda, donde escribió el cuento que luego enviaría a Collin: un cuento de hadas sobre una sirena que no pertenecía a ninguna parte.
El amor condenado es el tema de muchos de los cuentos de Andersen, pero ninguno más que "La Sirenita".
Cuando la sirena se convierte en humana en la historia de Andersen, en cada paso en la tierra parece que los cuchillos le apuñalan los pies. Tampoco puede hablar. Baila y camina con el príncipe a costa de un dolor constante, sus pies "sangran" y "arden" a lo largo de la historia. Mientras tanto, el príncipe la trata más como una mascota. Su relación nunca se traduce en amor romántico.
Es una historia sobre el anhelo y la última falta de pertenencia. Andersen era una persona desgarbada y flaca, y a menudo se sentía incómodo en los círculos sociales de clase alta a los que solo había tenido acceso a través de sus mecenas cuando era joven. Nunca pareció tener éxito en el amor, y el rechazo de Collin causó a Andersen un dolor considerable. Su sexualidad y espiritualidad rondan muchos de sus cuentos de hadas.
La sirena pasa por un tremendo dolor al estar al lado del hombre que ama, pero de todos modos es rechazada y todavía tiene una oportunidad en el cielo. Ella nunca puede expresar sus sentimientos en voz alta. Andersen se sintió burlado y aislado durante la mayor parte de su vida.
2.- Andersen inicialmente terminó la historia con la disolución de la sirena en la superficie de las olas; lo revisó para darle una conclusión más esperanzadora. Y de hecho, las lágrimas de felicidad de la sirenita cuando se entera de que se ha convertido en una hija del aire confirma lo que hemos sospechado todo el tiempo: que lo que realmente quiere es un alma, y ve al príncipe como su oportunidad de ganar uno. Es cierto que ella lo ama antes esto, y salva su vida antes de saber que él puede ser de valor práctico para ella; pero una vez ella se entera de que él puede ser su camino hacia la obtención de un alma, parece enfocarse en esto más que en cualquier felicidad que disfrutará con el príncipe mientras aún está viva, una vez que se haya unido al mundo humano.
3.- "La Sirenita" es algo raro y paradójico: una historia trágica con un final feliz. Aunque la sirena falla en su búsqueda para ganar la mano del príncipe en matrimonio y, por lo tanto, un alma humana, ella aprende cuando muere que hay "vida" después de ser una sirena, y que sus amables acciones en su vida (salvar la vida del príncipe y luego dejarlo vivir a pesar de que significará su propia muerte) llevar alguna recompensa (a largo plazo).
Andersen evita el final feliz (tal vez esperado) por el cual el príncipe y la sirenita se casan y viven felices para siempre, a la vez que ella gana un alma y se une al mundo de los humanos. El final agridulce es más maduro y realista: no podemos hacer que las personas nos amen si no lo hacen, y tenemos que vivir con ese hecho. Lo mejor que podemos hacer es actuar bien con ellos y con el mundo en general.
4.- La historia puede interpretarse como una historia femenina sobre la mayoría de edad, tal como fue seleccionada en sus imágenes y que la transformación física de las pequeñas sirenas simboliza la transición de una hembra de la adolescencia en la feminidad. La idea de que la sirenita comienza a tener deseos sexuales a los 15 años, y debe pasar por una transformación física para cumplir esos deseos, es una clara alusión a la pubertad. Es de notar que el el único requisito previo de la Sirenita para convertirse en humano es a través de la adquisición de piernas, una analogía con lo físico, requisitos necesarios para relacionarse sexualmente con un hombre. Análogo a la transformación física de la sirenita es dolor físico: una referencia clara al dolor físico de la menstruación de una mujer. La sirenita se siente física dolor al comienzo de su transformación pubescente cuando su abuela la adorna con ostras, y de nuevo después de beber el borrador de la bruja, por lo que la bruja dice que "la sangre debe aullar". El corte de la la lengua de la sirenita, así como el requerimiento de sangre del borrador también son referencias claras a lo físico agitación de la pubertad de una mujer. Una cosa que me pareció interesante fue que la sirenita debía sacrificarse su voz para experimentar su transformación. En literatura, la voz de una sirena o una sirena es tan hermosa que los marineros que viajan no pueden escapar de su belleza coercitiva.
Como sirena, al sacrificar su voz, la sirenita está literalmente sacrificando sus medios de atraer hombres. En muchas culturas tradicionales, la virginidad de una mujer va de la mano con su valor social y su habilidad para atraer a un hombre. Por lo tanto, la pérdida de voz de la sirenita es un símbolo de una pérdida de virginidad o inocencia, lo cual tiene sentido en el contexto de la historia, ya que la sirenita busca la ayuda de una bruja para participar en sus deseos sexuales que involucran al príncipe. Otra alusión interesante a la pubertad y la de una niña.
La transición a la feminidad es la razón por la sirenita que necesita piernas físicas. En la historia, las colas son consideradas "feas" para los humanos y la sirenita no será considerada bella hasta que tenga sus "piernas" – una metáfora de que la belleza física de una mujer se desarrolla durante su transición a la feminidad, y que la pequeña la sirena no se volverá hermosa hasta que pase de niña a mujer. En la pubertad, hay transformación, un tema dentro de la historia que está claramente reflejada en las imágenes de la historia. Una imagen común utilizada en la historia es la flor, especialmente común en su uso para describir a la sirenita y sus hermanas. La flor sufre un cambio físico, transformándose de brote a flor, y y su uso junto con las sirenas en la historia es una referencia clara a temas de pubertad y maduración explorados en la historia. Otra imagen de transformación física que pensé fue
notable fue la transición de las sirenas del océano al mundo de la superficie en su decimoquinto cumpleaños. Las imágenes de la las sirenas que van desde debajo del agua hasta la superficie sobre el agua juegan con la idea del renacimiento y, por lo tanto, con la transformación física.
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