Médanos / Matías Aldaz
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Matías Aldaz |
La pierna ortopédica de Juan estaba parada al lado de la cama: tenía una zapatilla negra y una media tres cuartos gris. Así como estaba, sobre la alfombra verde, parecía un edificio en el medio del campo.
Juan, acostado, la miraba de reojo.
—¿No querés que también desarme la tuya? —le preguntó Laura sin levantar la vista.
Juan agarró el control remoto que estaba en la mesita de luz y prendió el televisor. Dejó el canal en el que pasaban un partido de fútbol.
—Es más cómodo —agregó Laura.
—¿Qué es más cómodo?
—Desarmar la valija.
—Lo cómodo es no volver a armarla —dijo y subió el volumen del televisor.
—Bueno, te la desarmo yo.
—Dejala así.
Laura lo miró y dijo:
—Pero va a estar todo arrugado cuando la quieras usar.
—Dejala así y se terminó.
Comenzó a sonar el teléfono. Juan se estiró con esfuerzo para atender pero Laura dio dos pasos rápidos y levantó el tubo.
—¿Sí?
Juan la miró, cerró los ojos y agachó la cabeza. Luego se acomodó nuevamente en la cama y bajó el volumen del televisor.
—Está bien. ¿Para cuándo? —Laura hablaba de espaldas a Juan—. Bueno, espero que así sea. Hasta luego, y gracias —Cortó—. Era el conserje. Dice que no hay agua caliente, que mañana a la mañana ya va a estar solucionado —dijo y comenzó a sacar la ropa de su valija.
Juan volvió a subir el volumen. Luego miró la puerta del baño. Estaba a menos de dos metros. Sin ponerse la pierna, y apoyándose primero en la mesita de luz, después en la pared, fue hasta el baño dando pequeños saltos. Laura lo miró durante todo el trayecto sujetando un suéter azul contra su pecho.
—Nunca demoré tanto para venir hasta acá —dijo mientras se acostaba de nuevo.
—No quería que te pusieras nervioso —contestó Laura acomodando la ropa en el placard.
—Para eso tomé la pastilla.
—Es que tampoco conozco bien la ruta.
—Es todo autopista, qué conocer ni conocer.
—Bueno… Hice lo que pude.
—Y pensar que yo antes venía en menos de cuatro horas... —Negó con la cabeza—. Creo que voy a salir a dar una vuelta por ahí.
—¿En el auto?
—¿Qué decís? Caminando.
—Pero… ¿vas a poder? Si querés yo te acompa...
—Solo —interrumpió Juan mirando el televisor. Ahora pasaban una publicidad de unos aparatos para hacer gimnasia.
Laura se quedó callada, cerró la valija vacía y la dejó junto a la pared.
—¿Dónde querés que ponga la tuya?
—Ahí nomás —dijo Juan y fue empujándola con el pie hasta que se cayó al suelo.
Laura se desnudó tapándose las tetas, se puso el deshabillé dándole la espalda y se metió en la cama en el mismo momento que Juan se sentó.
—¿En serio vas a salir? —le preguntó.
—Voy a bajar un rato al hall — dijo y empezó a colocarse la pierna.
—Pero… ¿solo?
Cuando terminó se paró y agarró la campera que estaba colgada en el perchero.
—¿No vas a llevar el celular? —le dijo señalando el aparato que estaba encima de la mesita de luz.
—Voy un rato nomás.
—Está bien… pero cualquier cosa llamame desde la recepción.
Era la una de la madrugada. En el hall no había nadie y en la televisión estaba puesto el mismo partido de fútbol pero en silencio. Juan fue directo al sofá, se sentó.
—Partidazo ése, eh.
Juan se sorprendió y miró hacia atrás. El conserje salía del otro lado del mostrador y se le acercaba. Pero si ahí no había nadie, pensó, y volvió la vista hacia el televisor.
—Francia contra Brasil en el mundial del 86. Siempre es lindo ver perder a los brasileros, aunque haya sido hace casi treinta años —dijo el conserje y se paró detrás del sofá—. Ahora el macaco erra el penal. ¿Lo vio alguna vez, no?
Juan apenas asintió.
—Usted capaz era un gurisito todavía... Mire, ahí va a pegar en el palo. Sí, sí, sí… Qué hermosura —Se rió, y mientras se reía, sonó el teléfono. Se dio media vuelta y fue al mostrador dando pasos largos, como saltando charcos. Juan se levantó del sillón y comenzó a caminar hasta la salida del hotel. En la mitad del recorrido se dio vuelta: el conserje lo miraba mientras hablaba por teléfono. Llegó a la vereda y primero observó hacia ambos lados, después hacia la playa. Sintió más frío que al llegar, una hora atrás. Se subió el cierre de la campera y apenas dio el primer paso, tuvo al conserje parado al lado suyo. ¿Cómo hizo para venir tan rápido?, se preguntó Juan. ¿Será que tampoco voy a poder relacionar bien la distancia con el tiempo?
—¿Adónde va? —le preguntó el conserje.
—¿Cómo que adónde voy?
—Sí, ¿se va a pasear? Está bastante frescolari.
—No, me voy a la esquina a ver si llueve.
—Qué bueno, me alegra que tenga humor después de lo que le pasó.
—¿Qué dice?
—Debe ser duro. Además, este país no está preparado para ustedes. Se lo digo por experiencia.
Juan miró el piso y el conserje se le acercó aún más y lo tomó del codo.
—Suélteme.
—Pero, ¿se encuentra bien?
—Fue ella, ¿no?
El conserje lo soltó.
—¿Fue mi novia? —Señaló hacia adentro—. Contésteme —Juan se le paró enfrente. El conserje era más bajo y tenía la nariz muy torcida. Eso fue una trompada, pensó. Seguro se la habrá merecido muchas veces. Se imaginó a él mismo dándole un sopapo en la cara. Sabía que debía voltearlo en una sola oportunidad, porque de seguir en pie el conserje, se le haría difícil mantenerse parado si sólo le daba un empujón. Y pensar que un día había peleado en la calle contra tres al mismo tiempo.
—No se ponga así, es por su bien. Además, se ve que le quiere mucho.
Juan se dio vuelta y cruzó lentamente la calle de ripio. Estaba un poco oscuro y se escuchaba nítido el ruido de las olas. Cuando llegó a la vereda de enfrente, miró hacia atrás y vio que el conserje seguía en el mismo lugar. Volvió a mirar hacia adelante. Observó los médanos. No eran muy grandes y se veían borrosos por la bruma. Caminó un par de metros por la vereda hasta que encontró el sendero que lo llevaba al mar. Se paró delante del límite entre la arena y el pasto como si estuviera frente a un precipicio. Dio el primer paso. Y otro. Avanzó lento sobre la arena hasta llegar a una casilla hecha de tablas que estaba al finalizar el médano. Miró hacia el mar y la espuma de las olas le marcó un horizonte extraño, inestable. Se apoyó en la casilla para descansar y enseguida comenzó a oír los gemidos. Unos gemidos que parecían flotar y que se mezclaban con el ruido del mar. Caminó hasta el extremo de la casilla y vio a dos personas a cuatro o cinco metros, junto a la pared de madera. Estaban parados, uno atrás del otro. La mujer, a la que no se le veía la cara porque miraba hacia abajo, estaba quieta y tenía un pulóver rojo y largo y la pollera levantada. El hombre, con el pelo canoso que brillaba tanto como la luna, la abrazaba por detrás a la altura de la cintura y le apoyaba la frente en la espalda apenas moviéndose, como si temblara. Juan se quedó mirándolos durante un rato, inmóvil. Le causó placer escuchar esos gemidos ahí, en la playa, aunque éstos cada vez parecían más acallados, más lejanos. Siguió mirándolos durante unos segundos, y cuando el hombre canoso comenzó a gritar como si lo estuvieran apuñalando en la panza, Juan se dio media vuelta y volvió al hotel.
—Mire, no sé lo que le contó mi novia de mí, ni necesito saber qué piensa usted de eso. Pero quiero estar solo un rato, ¿puede ser? —le preguntó Juan al conserje cuando le abrió la puerta.
—Sé de eso. Mi papá siempre quería lo mismo —dijo—. Él también había perdido una pierna.
Juan lo miró y le vio la nariz aún más torcida que antes, como si alguien se la hubiese estado golpeando en el momento en que él intentaba llegar al mar. Fue hasta el sofá y se sentó. Ya no estaba el partido. Ahora un rubio alto y flaco lanzaba una jabalina muy lejos.
—Pero fue diferente, él la perdió por una gangrena. Además ya era grande —dijo caminado hacia donde estaba sentado Juan—. Cuando se enteraron sus patrones del campo, allá en Corrientes, lo echaron ni bien salió del hospital. Encima la vieja lo dejó y yo no pude pagarle la pierna postiza. Y usted bien sabe que sin la pierna y con muletas no se puede disimular nada —Se rió.
—Saúl, pasame la llave —dijo un hombre que acababa de entrar al hotel.
Juan se dio vuelta y lo miró. Era el hombre canoso de la playa.
—Sí, doctor… ahí se la alcanzo —contestó el conserje mientras caminaba rápido hacia el mostrador.
Detrás del hombre iba la mujer de pulóver rojo. Ahora sí le podía ver bien la cara, y lo que en la oscuridad parecía una mujer, en la luz del hall era una adolescente de no más de quince años, con el pelo morocho y lacio hasta la cintura. Juan la siguió con la mirada. Camina igual a mi hija, se dijo.
El conserje volvió al hall.
—Ese es el doctor Moreña. Sabe venir todos los inviernos, fin de semana por medio. Antes venía sólo con su esposa. Pero las dos últimas veces vino con su hija.
Juan recordó lo que había visto minutos antes: la chica del pulóver rojo, la pollera levantada, sus piernas flaquitas; y detrás, al doctor Moreña, con su pelo brillante, y sus manos, rabiosas, agarrándole la cintura. Iba a decírselo al conserje, pero enseguida se dio cuenta de que no era una conversación para tener con alguien que no conocía.
—¿Y cuándo fue que le pasó eso? —preguntó el conserje mirándole las piernas y apoyándose en el sofá.
Juan no le contestó, se paró y salió lentamente del hall.
Entró a la habitación y se acostó sin sacarse nada, ni siquiera la campera. Pensó en despertar a Laura para contarle lo que había visto en la playa, pero no lo hizo. Por primera vez en la noche se sentía solo. Y no quería desaprovecharlo.
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