Parapentes / Guillermo Gribaudo


Lorena me había dado a entender que necesitaba salir con las amigas, ya me hablaba como si yo fuera uno de sus pacientes. La verdad es que si no hubiera sido por Pía cortábamos mucho antes, pero como nos habíamos mudado a Lomas de Zamora para intentar en un lugar más tranquilo, no nos queríamos dejar así como así, por lo menos no sin intentarlo una vez más.
Un sábado a la noche salió a cenar con las amigas y pensé en tomarme yo un tiempo, en hacer algo. El domingo desayuné solo, temprano, venía atrasado con un proyecto. Como no me podía concentrar hice una lista absurda, siempre me gustó hacer listas, de lo que no iba a aguantar más, entre las cotas de un boceto. Gente Que No Quiero Ver Más: este y este, esta otro tampoco, esta menos, casi todos los que me tenía que aguantar para no quedar como el ermitaño. Lorena se levantó a las once, desayunó unos mates y se puso a condimentar la carne y las verduras. Pía se vino conmigo al estudio, trajo sus juguetes y se instaló en el piso.
Al mediodía la casa ya estaba llena: un grupo de sordos hablando de música en la cocina, otro de analfabetos bilingües analizaba una película en el comedor, y uno menor, en el pasillo, donde mi padre se explayaba sobre la inmigración descontrolada ante un reducido número de oyentes. Mi cuñada y su esposo habían traído una botella de vino cara, le habían pegado un poema en cursiva que le daría vergüenza confesar como propio a un chico de jardín de infantes, pero igual la tarjeta se lo atribuía a un autor argentino. Sopesé la botella diciéndoles que no se hubieran molestado. 
Mientras esperábamos que se hiciera la carne, abriendo la puerta del horno cada diez minutos para hacer algo, mi hermana salió con un “ahora entra cualquiera”, apoyada en la barra de la cocina. Y eso que ahora está con un brasilero, profesor de zumba o algo así, pero siempre tuvo esas salidas, repite lo que escucha. Yo pedí disculpas por ausentarme y subí a revisar unos detalles de un plano, más que nada para no tener que opinar. La seguí escuchando desde el estudio porque mi hermana es de hablar fuerte. El brasilero había salido a fumar al patio, lo veía por la ventana del entrepiso, iba de una punta a la otra de la pileta por la losa radiante. ¿Y vos de qué te reís, “superada”?, le preguntó mi hermana a mi cuñada, y ella le respondió: de ustedes. ¿Qué decís?, se metió mi suegra. De ustedes, de vos, de todos ustedes, le respondió mi cuñada, seguramente señalándolas con el vaso de vino. Para qué, el brasilero también se reía desde el patio y mi hermana salió cerrando la puerta ventana de un golpe. Es una cuchilla esa puerta, un día se agarra los dedos alguno, fue todo lo que dije, mientras bajaba la escalera porque no quería perderme la resolución del conflicto. Vi a través del vidrio que el brasilero intentaba calmar a mi hermana. 
Mi concuñado iba a tener tiempo de hacerse el conciliador en el pasillo antes de subirse con su familia a la camioneta; los chicos prolijitos, calladitos. Mi hermana le gritó algo sobre los peones del campo pero no creo que él  alcanzara a escucharla porque ya estaba arrancando. El resto de los invitados se fue de a poco y yo no insistí para que se quedaran, hasta mi viejo pidió un remís y terminó yéndose.
Almorcé mirando como Lorena le ponía la bufanda y los guantes a Pía, sin sacarla del huevito. ¿Dónde la vas a llevar?, le pregunté.  Iba y venía, se había puesto a golpear las puertas del armario, juntaba ropa en un bolso. ¿Algún día te vas a meter o vas a quedarte callado siempre?, me preguntó, ¿no viste lo que hizo tu hermana? Dejá, le respondí, no hace falta que te vayas vos. Cuando terminó de dar vueltas sacó el auto del garaje, cargó el huevito con Pía incluida y se fue a lo de sus padres. 
Se hizo un silencio enorme, casi que se podía escuchar, como dice el lugar común. Lo disfruté un rato. Terminé de comer y llamé a mi socio para explicarle que le dejaba todo listo, que pasara a buscar los planos por la oficina, que se los iba a dejar ahí. Busqué en la bandeja de no deseados el último mail de Agustina. El lunes me iba, lo decidí ahí mismo. Llamé a Retiro. 
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El colectivo paró media hora en Villa María. Pregunté en la boletería si podía cambiar el pasaje desde ahí hasta La Cumbre porque me había tentado un cartel que prometía “Chivito”, cruzando la calle, frente a la terminal. No hubo problema, me dijeron que el siguiente salía en tres horas, tenía tiempo de sobra para comer tranquilo. El chivito no podía más de viejo, boca abajo y medio hecho, dentro de una especie de pecera de vidrio gigante, se notaba que querían hacerme creer que lo iban a asar ahí. No quise empezar mi nueva vida discutiendo y preferí dejar que me estafaran. 
Era una piedra el chivito.
Llegué a La Cumbre desabrigado, me di cuenta cuando bajé del colectivo; pedí un remís en la parada de la terminal, para ir hasta el Pinto, pero el remisero puso excusas, algo del tren delantero. Al final me llevó otro que me mató con la tarifa.
Había salido un par de veces con Agustina, en Buenos Aires, pero hacía tanto que no la veía que me sorprendieron las rastas y los pantalones multicolores. Ecuatorianos, dijo que se llamaban, mientras se los sacaba para meterse conmigo en la cama. Instructora de parapente, va y viene todo el día en un jeep. Al otro día de llegar yo ya me sentía bien, me había enfriado un poco pero me impuse una rutina estricta: caminar, recorrer la orilla del Pinto buscando madera, y mantener la estufa, como me había encargado Agustina.
Lo más cerca de la casa es el parador, a dos kilómetros. Voy todos los días, me gusta charlar con Nery, el que cuida. Es de La Paternal, le entraron cuatro veces en la carnicería y se hartó. Dice que en el verano esto explota, que el año pasado no cerraron ni los lunes. Por ahora abren sábados y domingos, siempre y cuando haya parapente arriba, en Cuchi Corral. Los parapentistas aterrizan, juntan las mesas y esperan a sus instructores comiéndose una parrillada, las telas de colores amontonadas entre los espinillos se ven de lejos.
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La siesta que apareció Lorena estaba solo en la casa, Agustina siempre llegaba a la tardecita. Yo me lo tendría que haber imaginado, que no iba a tardar mucho en aparecer. Aplaudió desde la tranquera, vi el auto estacionado en el camino. Como me agarró de sorpresa me puse nervioso. Salí a atenderla sin saber bien que hacía, como si estuviese adentro de una película. Le dije que en un rato llegaba Agustina, que no podía asegurarle que se lo tomara bien, que ella no estaba acostumbrada a tener gente en su casa. A vos te tiene, me dijo. Sí, de antes, le dije, no sé por qué la seguía provocando. Mirá, Lucas, tomá dimensión de lo que estás haciendo, en serio, me dijo, acordate de Pía. Que susto, ¿y qué vas a hacer?, ¿no me la vas a dejar ver?, esperá que armo el bolso, le dije. ¿No podés madurar? No sos el centro del mundo, Lucas, mirá el papel que estás haciendo, ridículo. Un gaucho pasó a caballo por el camino y miró para el lado nuestro. La hice pasar a la casa para que no llamara más la atención. Me preguntó desde el sillón no sé cuántas cosas. Preparé té, no quería darle la importancia que le daba ella, todo tan psicológico y trágico siempre: no paraba de recapitular nuestros diez años juntos, todo lo que habíamos pasado, incluyendo a Pía. Recapitulaba lo que había sido nuestro matrimonio en forma de monólogo, yo no podía meter un bocadillo para decirle que mejor se fuera a un hotel, que iba a ser para peor si se quedaba. En eso estaba cuando oí el motor del jeep.
Quise llegar a la puerta antes que ella pero se me cruzó y dijo que le iba a poner los puntos sobre las íes a Agustina. Y salió. Yo las podía ver por la puerta entreabierta: Agustina no supo que decir, atinó a darle la mano y miró para la puerta, como pidiendo ayuda; es tímida, más allá de la ropa extravagante que usa. La invitó a entrar, que el frio a esa hora se siente, le dijo. Estaba inquieta Agustina, se le notaba porque me apretó la mano apenas entró, antes de sacarse el camperón. Lorena se sentó de nuevo en el sillón. 
Agustina me había dejado claro, el mismo lunes que aparecí por su casa, que no le importaba mi vida anterior ni Pía pero que por favor no le trajera problemas a su mundo. Pasó al baño y cuando volvió acercó una silla y se sentó al frente de Lorena. No estaba tan colorada, se ve que se había tratado de calmar en el baño. Yo no tenía nada que decir. Lorena le dijo que me necesitaban, Pía y ella, y no sé cuántas cosas más le habrá alcanzado a decir porque salí y me fui para el río.
Pasé un rato largo mirando el agua, había llovido arriba, bajaba espumosa. Me volvió a la realidad un ruido de ramas y me di cuenta de que era Lorena por las zapatillas: las de montaña que le había regalado para el cumpleaños, lo primero que vi entre los matorrales. Cuando se acercó a las piedras dijo que hacía rato que veníamos haciendo todo mal, que yo estaba proyectando mis miedos y se puso a tirar palitos a la correntada. Que Pía lloraba mucho, dijo, la había dejado con mi suegra. Le pregunté dónde iba a dormir y dijo que había reservado en La Cumbre. Que viaje sin sentido, le dije, y me dieron ganas de tirarme. Tomé envión y me tiré.
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Según Nery no me congelé de casualidad. Me pudo sacar con un caño que tiene una soga tipo lazo en la punta, no sé bien para que la usa pero alcancé a agarrarla. Dice que me vio justo, se acercó por las piedras y ahí se dio cuenta que era yo. Lorena bajó enseguida en el auto, con Agustina de acompañante. Desde el camino vieron la luz del reflector iluminando el agua. No sé cuánto tiempo habré estado acostado en medio del salón, en un colchón de telas de colores de las que llevan los parapentes. Nery había hecho café, sentí el olor. Recién cuando pude dejar de tiritar la vi a Agustina mirando el río por el ventanal. Lorena estaba arrodillada al frente mío, mas pálida que yo, y me amenazaba no sé con qué cosa de Pía, repetía boludo y me preguntaba qué me creía que estaba haciendo pero la verdad es que yo ya no estaba para oírla, ahí, completamente cuidado, tapado con telas de colores.






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