Dos poemas de María Teresa Andruetto



El incendio
María Teresa Andruetto
Ilustradora Gabriela Burin
Ed. Libros-álbum del eclipse

Érase una vez un teatro
En una ciudad elegante.
Érase una ciudad elegante,
con un teatro distinguido
y mujeres rimbombantes.
Una ciudad distinguida
de mujeres elegantes 
Y en la ciudad,
un teatro.
Un teatro petulante
entre barrios rimbombantes
y mujeres atrevidas.
Una ciudad atrevida
con mujeres petulantes
y  un teatro peculiar.
En fin, un teatro rimbombante
en una ciudad singular.
Y en el teatro,
un incendio espectacular.
Érase un teatro espectacular,
con mujeres rimbombantes
y un incendio singular.
Un incendio rimbombante
con un payaso traficante
en un teatro medular.
Incendiado y tubular.
Érase un incendio tubular
en un teatro espeluznante
con un payaso itinerante
y secular.
Un payaso principiante
en un teatro rimbombante
con mujeres de ultramar.
El payaso principiante,
anunció lo del incendio,
Petulante y secular.
Lo anunció entre bastidores,
a los más prometedores.
Y lo dijo a las mujeres
de los palcos atrevidos
y a las musas elegantes,
las mujeres rimbombantes
del teatro tubular.
Pero nadie le creyó.
Aplaudieron 
rimbombantes,
las mujeres 
elegantes.
Aplaudieron
ignorantes,
atrevidas,
soberanas,
esa sarta 
de macanas,
Pero el payaso insitió.
El payaso petulante
en el teatro itinerante
de esa ciudad singular,
repitió lo del incendio,
rimbombante y tubular.
Elegantes, distinguidas
las señoras comedidas
lo veían delirar.
Lo aplaudían generosas,
atrevidas y gustosas.
Y el payaso exultante,
triturado comediante,
insistía sin parar.
Insistía, pero nadie le creía
Y por eso fue que luego
se  volaron con el fuego
las señoras elegantes
comedidas, petulantes,
las señoras distinguidas,
rimbombantes, homicidas
de la ciudad singular.  


La durmiente
María Teresa Andruetto
Ilustrador Istvansch
Ed. Alfaguara

                                      Había una vez una princesa a quien despertó, no el 
                                      beso de un príncipe, sino una revolución.
                                                                                            José Antonio Martín
Ella tenía por padres a un rey y a una reina. Nació y sonaron en el mundo trompetas y tambores.Y hubo tiros de arcabuces y cañones.
Ella dormía en una cuna de oro con ribetes de plata. Dormía y se inclinaban sobre la cuna las hadas.
Eran tres hadas, las hadas. Tres gracias portadoras de dicha.
Se inclinaban para ofrecerle la bondad, para ofrecerle belleza, y amor.
Érase entonces que era una princesa.
La más buena, la más hermosa, la más amada. 
La amaban sus padres, la amaban los pajes, las amas de leche y las siervas de su madre.
La amaban también los campesinos y los artesanos y los mendigos y los hambreados y la pura gente del pueblo.
La princesa era feliz, como digo.
Completamente feliz, como suele suceder en los cuentos.
Pero, ya lo decían los hombres en el comienzo de los tiempos:
Basta que en un cuento alguien sea feliz, para que empiece a asomar la desdicha.
Y eso es lo que pasó.
No fue, como dicen, culpa de un hada maldita que echó dolor sobre ella, un hada que hablaba de un huso y de tener quince años y herirse la mano y quedar hechizada.
No fue como dicen los cuentos.
Lo que hubo en verdad, es que la princesa no solo era  hermosa sino que era buena y amada.
Amaba a sus padres, los reyes. Amaba a los pajes, a olas amas de leche y a las siervas de su madre.
Amaba también a los campesinos, a los artesanos, a los mendigos y a los hambreados.
Salió y se internó por las calles del reino.
Y vio que la vida era eso: una   vieja muy vieja hurgando unos restos, un niño perdido, una casa con hambre, por almuerzo unas papas.
Y entonces supo (esto es algo que no dicen los cuentos) que había dos caminos para ella:
Mirar lo que pasaba en el reino. 
 O cerrar los ojos.
Eso hizo, esto último (como dicen los cuentos): 
Cerrar los ojos y durmió. Durmió por días, por años.
Déjala que duerma, dijo el Rey. Déjala, dijo la reina.
Ya llegará el príncipe que la despierte, ya llegará, dijeron.
(Por lo menos, eso dicen los cuentos).
Pero porque el príncipe no llegaba o por no ver lo que sucedía en el reino, la princesa siguió durmiendo.
Mientras dormían los reyes envejecieron y terminó de corromperse el reino.
Hasta que el pueblo hizo sonar trompetas. Y tambores. Y arcabuces. Y cañones.
Entonces la princesa despertó, pero no ya por el beso de un príncipe… sino por una revolución.
                                                                                                                           

Comentarios