Arena negra / Mariana Travacio
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Foto de Martín Rosenzveig |
Un desierto de arena negra, gruesa, oscura, una playa llena de pingüinos, o no tan llena, en realidad, quizás apenas llena de pingüinos, porque todavía no son tantos, la temporada apenas empieza y por ahora, estas costas, vistas un poco desde arriba, parecen un abandono de tierra. Vistas desde arriba, se ven tristes: una superficie irregular de arena negra con unos especímenes grises, como hombres adoloridos, hombres que caminan con dificultad, hombres viejos, gastados, trémulos, que caminan con los brazos acongojados, con los brazos anudados, mirando hacia el agua, como si se tratase de una puerta cerrada, un horizonte que es más de clausura que de estreno, un paisaje de despedida, o de ya sin regreso, unos ojos que se clavan en esa nada y miran añorantes, resignados, y a ratos se dan vuelta, y miran las rocas que los rodean, y se dan cuenta de que les toca eso, ese terruño, ese pedazo de arena negra, y que ahí se las van a tener que arreglar, porque es eso, y nada más. Entonces sus cuerpos deambulan un poco menos y daría la sensación de que sus brazos descansan un poco más y, en ese momento, vistos desde arriba, parecen una foto: una marea estática de manchas grises que ya no gimen, no reclaman, no añoran. Caminan menos, se dejan estar. Eso dura un rato, porque al cabo viene una ola de agua densa, salada, helada, que deposita una nueva ráfaga de especímenes sobre la arena. Más especímenes grises sobre la arena negra, y todo recomienza. Vistos desde arriba, son nuevos ojos que miran las rocas que los rodean, recorren el territorio con pasitos adoloridos, dificultosos, ignorantes, y agitan sus brazos cortos, mojados, anudados, y después se dan vuelta, y miran las aguas agitadas, ajenas, de otros. Ola tras ola la arena negra se va llenando. Se va llenando de pequeños hombres ateridos, que deambulan, silenciosos, expectantes, temblorosos, nostálgicos, rendidos. Vistos desde arriba, recuerdan un rostro ajado, repleto de arrugas, como de papel de calcar, tan delicado que da miedo acariciarlo, con ajaduras tan profundas y tan parejas que parecen un fondo de tierra en relieve que sólo admite la irregular orografía de unos ojos asustados, mustios, fundamentalmente incrédulos, unos ojos que miran el agua como pidiéndole que vuelva a buscarlos, que todavía tienen fuerzas, que no los dejen entre esas rocas, en un terruño tan estrecho. Ahora sí la arena negra está llena de pingüinos, atiborrada de especímenes grises, repleta de hombres temblorosos que exploran inocentes ese terruño, y que al rato deambulan un poco menos, y que al final descansan en paz.
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