Modo humano de evitarlo, un cuento de Virginia Caresani
Tiene los ojos hinchados como ciruelas. La miro, estoy en la cabecera de la mesa. No sé si realmente me corresponda estar en este lugar, a veces me siento el último orejón del tarro. Ella está enfrente, con la nariz metida en el plato. Mientras la cabeza está baja, la veo sorber fideos como un zorzal, lombrices. Pero cuando se levanta, el color rojo de sus ojos negros se desparrama por la mesa como un atardecer.
Leticia. Le pusimos asÃ, porque significa felicidad. Imaginábamos que serÃa una santa, que vestirÃa de blanco o gris y pedirÃa permiso para hablar.
-¿Qué?- dice cuando me sorprende mirándola. No hablamos desde que dejamos de ir a pescar, cuando su primer novio se sentó en la reposera y la rompió en pedazos. Se encerraron en la habitación de la cabaña y sólo pudimos escuchar gritos y golpes. Asà que le di una patada a la puerta; arrastré a Lety a la lancha y la llevé a casa, a salvo. Entonces, llenó la valija rosada que le regalamos para Navidad con la esperanza de que se lanzara a viajar y se fue a vivir al departamento que le habÃamos comprado pero nunca usó. Imaginé que al mudarse sola madurarÃa; pero a la semana me llamó para cambiar el burlete de la heladera y la encontré vestida como una conductora de programas para niños, mirándose al espejo y bailando en el comedor.
Convirtió el departamento a estrenar en un asilo de pobres y enfermos. Un gato negro que encontró en un camping, un amigo que dormÃa en el local abandonado del partido humanista y dos o tres novios que llenaron la casa de muebles y la vaciaron en cada pelea. La última vez que fui a arreglar una persiana la encontré mirando un plasma de 42 pulgadas y llorando por el somier con almohadas inteligentes que su último novio se habÃa llevado el dÃa anterior. Pocas cosas cambiaron en los últimos diez años. Año a año, los almuerzos se repiten mientras ella muestra sus ojos de ciruela.
A veces me llegan mensajes de texto equivocados y no puedo evitar preguntarme por qué se equivoca al mandármelos. “Estoy tan borracha que veo todo borroso” entonces quiero correr y salvarla, salvarla de toda la soledad y el desencanto, tenerla de nuevo en casa como cuando tenÃa cinco años y me ayudaba a plantar rosales en el jardÃn. Le encantaba plantar rosales y también cosechar tomates. Nunca los sacaba verdes, tenÃa una paciencia increÃble en esperar que maduraran; a veces yo era más impaciente que ella y los sacaba enseguida, entonces ella decÃa:
-No, papi, asà no, hay que esperar. Se sale solo cuando ya está ¿ves? y tocaba con un dedo chiquito y rosado el tomate, mientas ponÃa la otra mano debajo y el fruto caÃa, inexorablemente.
Pero ahora los tomates parece que los tiene en los ojos. Cada vez más rojos. Y no es por beber. Sólo bebe cuando alguien la deja, eso ya lo sé. Cuando no la dejan, cuando se quedan en la casa pero pelean, viene con los ojos hinchados y se arrastra de la cocina al lavadero con una bolsa embarazada de ropa. Lava la ropa en casa, cada quince dÃas. TodavÃa ninguno le ha traÃdo un lavarropas.
Seguimos comiendo. Después de los fideos, la madre sirve helado en copas de cristal. La copa resplandece. A Leticia le encanta el helado y la cara se le ilumina: los ojos ahora tienen un brillo tenue como el de una vela detrás de un vidrio. Antes nunca le veÃamos los ojos porque usaba lentes. Desde los cinco años los lentes se convirtieron en el centro de nuestra vida, nunca los encontraba y antes de salir al colegio los buscábamos debajo de las camas y en el baño, los encontrábamos en los lugares más inverosÃmiles y el oculista se enriqueció a costa de nosotros. Prácticamente encargábamos un par de anteojos por semana hasta que se operó y nos liberó del karma de las eternas búsquedas; pero al mismo tiempo, se abrió el telón con el que ocultaba la tristeza de sus ojos.
-Si volvieras a casa, podrÃamos alquilar el departamento y darte esa plata para tus gastos- dice la madre. Leticia dice que no hace falta: su nuevo novio tiene un tÃo en el Ministerio y la semana que viene le va dar una extensión de su tarjeta.
Viéndola asÃ, es como la copa de cristal que ahora lame. Frágil. Siempre fue frágil. Tomaba querosén desde que tenÃa cuatro años. No sé por qué el olor no la ahuyentaba. Durante meses traté de encontrar un escondite en el altillo, en el hueco de la escalera, entre las tablas sueltas del piso pero ella siempre lo encontraba; tomaba un sorbo del tarro y entonces empezaba a gritar “quema garganta”. Su madre y yo corrÃamos al Instituto del Quemado. A la séptima vez el médico nos dijo que no nos preocupáramos, que no habÃa modo humano de evitarlo. Modo humano de evitarlo. Evitar que sufra, tome querosén, tenga ojos de ciruela. Modo humano de evitarlo. Modo humano. Esas palabras me rondan cada vez y no les encuentro sentido. ¿Hay un modo humano y otro animal? ¿por qué dijo eso el médico?
El helado se termina. El fondo del pote es blanco e inmaculado, no hay pintitas ni restos. Si hubiera más helado, se quedarÃa otro rato. Pero ya se está levantando de la mesa cuando el teléfono suena y se encierra a hablar en el baño. Al salir, tiene la cara como un trapo de rejilla. Se saca los zapatos y se va a acostar a la pieza, dice que no la despierten o que la despierten si traen más helado. Yo miro a su madre que se levanta a sacar los platos y los refriega en la cocina como si buscara oro en el fondo de un rÃo.
Salgo a buscar el helado. Pienso que quizá lo necesite para ponérselo en toda la cara como una máscara, algo que alivie el dolor. Las calles están desiertas. No creo que la heladerÃa esté abierta, pero necesito salir y buscar el helado. Modo humano de evitarlo. Modo posible de frenar lo imposible.
Seis cuadras y llego a la plaza. No hay un alma. Parece un cementerio abandonado. Un perro rasca la pared. Rasca como si del otro lado hubiera algo. Rasca y agita la cola. Me acerco, hay una perra tirada en el piso. Está pariendo y los hijos le salen como tubitos de luz. La curiosidad hace que agarre un palo y ayude a salir a las crÃas. La madre está tan agotada que ni me mira. El perro lame el palo. PodrÃa llevar la perra a la casa de mi hija, asà completa su zoológico personal. La crÃa que ayudé con el palito no se levanta del piso.
La heladerÃa frente a la plaza está abierta y compro un kilo de sambayón. Prendo un cigarrillo y lo fumo muy despacio. Es ahà cuando me asalta el presentimiento de que ella se levanta de la siesta y se va a su casa. Doy la vuelta. Casi corro. Hace siglos que no corro ni el colectivo: nada vale la pena para correr: las cosas están ahÃ, si las alcanzamos, bien. Pero ahora siento que si corro tal vez pueda evitar algo, una bomba, una carta equivocada, un choque. Corro hasta que siento los pulmones desorbitados, un tirón en los tobillos y enrojecimiento en la cara. Estoy a una cuadra de casa y en la esquina la veo. Se sube a un jeep y abraza a un tipo de orejas largas, deformes como cera que chorrea. Estoy exhausto. Quiero correr, decirle que traje helado, que se quede un poco más pero la voz no me sale y el cuerpo se zarandea como gelatina. Modo humano de evitarlo. No hay modo humano de evitarlo. No hay modo helado de evitarlo.
Me siento en una piedra del patio con el pote en la mano.
Lo abro.
El olor del sambayón me pega en la cara y me meto en la boca una cucharada bien grande.
Entonces, cucharada a cucharada, casi sin respirar, trago el helado hasta que el frÃo me sube de repente y siento que llega lo que espero: los ojos me estallan y me largo, por fin, a llorar.
Comentarios